Daniela Villarreal Grave
“Huye y se desvanece lo que ve.
Descifra el mundo pero olvida
lo que al fin entendió.”
Raúl Navarrete
Me senté en la camilla que me asignaron como a los otros pacientes. El cuarto era grande, frío y tenía un olor peculiar a consultorio dental. Mi número era el quince, cinco antes del último. No sé cómo llegaron los otros, pero yo fui gracias a mi madre; ella vio en el periódico un anuncio sobre el experimento. Únicamente seleccionarían a personas mayores de dieciocho años y con mi condición. Además, mi padre supo, por terceros, de otros experimentos previos con implantes de piernas y brazos.
Los trámites tardaron semanas. Fui seleccionada e hice el papeleo en un par de días. Cuando fui a conocer el laboratorio me di cuenta de mi buena decisión. Un hombre de bata blanca, llamado Dr. J, me habló sobre la prótesis que me implantarían: un ojo muy realista se conectaría directamente al nervio óptico. Mi padre no estaba tan convencido con el experimento, aunque bromeaba y decía que ya no usaría ese incómodo parche, ese raro y negro parche al cual yo le había tomado una especie de cariño. El Dr. J insistió en la seguridad del procedimiento; aunque sería la primera prueba con humanos, ya había funcionado con monos y los ensayos seguían arrojando buenos resultados.
Hace diez años, tres meses después de cumplir nueve, perdí el ojo izquierdo en un accidente en el colegio; y también se dañó mi conducto lagrimal. Resbalé y caí sobre el lápiz de Lupita, la niña más aplicada del salón. En ese instante sentí que mi ojo era perforado por el lápiz, como una estaca, y su textura viscosa se transformó en un dolor húmedo y frío. Todo fue miedo, sangre y gritos de mis compañeros, que retumbaron en mi cuerpo como un choque de realidad. Recuerdo haber despertado en la cama de un hospital, viendo las caras pálidas de mis padres; ellos no podían dejar de llorar.
Después de recuperarme y volver a clases, mis compañeros comenzaron a decirme “pirata”; por ese motivo mis padres decidieron cambiarme de escuela. En el nuevo colegio no tuve muchos amigos y casi nadie hacía preguntas sobre mi ojo, aunque sus miradas morbosas delataban sus ganas de hacerlo. Sé que inventaban historias de todo tipo y teorías exageradas. Cuando mis padres lo supieron, quisieron ponerme una prótesis estética, pero me negué; porque realmente amaba ese parche y el aire de misterio que me daba frente a los otros niños.
Las historias que inventaban eran más interesantes, comparadas con la anécdota del lápiz de Lupita. Una de mis favoritas, y tal vez la más impresionante, era la primera. Decía que mi padre era un traficante de drogas y, debido a sus malos negocios, me secuestraron; luego le mandaron mi ojo en un paquete para hacerlo pagar el precio de mi rescate. Cuando por fin me regresaron a casa, estaba así: “tuerta y sin chistar”; porque también decían que tanta violencia me había vuelto loca. La mayoría de los niños creyeron esa historia porque después del accidente me volví callada y distante. Para ellos era lógico que una niña sin ojo y con un padre traficante fuera el bicho raro de la escuela.
Me temblaban las manos, estaba nerviosa, no sabía si funcionaría la intervención y recordé unas cláusulas del contrato que me hicieron firmar. Mi madre estaba contenta, decía que por fin podría recuperar mi vida, pero mi padre no se creía el cuento de la prótesis gratuita. Nadie te regala nada, decía, y si me iban a dar un ojo casi idéntico a uno real, debía existir una trampa. Mi madre insistía en que era una prótesis de prueba y a la compañía le convenía implantar el artefacto sin costo para evitar las demandas. Yo no pensaba mucho en esas cosas. La verdad estaba emocionada por volver a tener un ojo normal, o algo parecido. Más allá de la normalidad que me otorgaría, me emocionaba entender su funcionamiento: era una cámara inteligente con una conexión directa a los nervios ópticos, por medio de una señal a mi cerebro. Supuse que era necesario probarlo con humanos antes de comercializarlo porque era más sencillo obtener constancia de su buen funcionamiento.
De los veinte participantes en el experimento, sólo hablé con Reinaldo, un hombre mayor que perdió su ojo trabajando en las minas. No todos eran como nosotros dos; algunos nacieron sin un ojo o, debido a un tumor u operación, perdieron su vista por completo. Reinaldo era viudo, participaba en el experimento porque, decía, ya era muy viejo para importarle a alguien, y esto podría ayudar a otras personas más jóvenes a tener una vida normal. Me agradó desde un principio porque me recordó a mi abuelo, que murió cuando yo todavía tenía mis dos ojos; lo recuerdo porque lloré con ambos, en aquellos tiempos cuando mis dos mejillas aún se humedecían con lágrimas.
Unos días después de la operación, lo encontré en el mercado; se acercó a mí y me dijo en secreto que lo estaban vigilando; la prótesis estaba averiada y esa misma tarde se la iba a sacar él mismo. Quise verlo como una broma y le dije que debería intentar hablar con la empresa del experimento: OTT (Ortopedia, Trasplante y Tratamiento), para reemplazar la pieza.
Esa noche no pude dejar de pensar en Reinaldo y en los cambios que yo había notado en mí. Uno, por ejemplo, era que ya no soñaba, o no tenía memoria de ello. Pero durante la madrugada, cuando abría los ojos entre la oscuridad envolvente, veía formas transformarse en seres extraños, acechando en las esquinas del cuarto y alrededor de mi cama; como esperando un descuido para devorarlo todo.
Asistí a varias citas para revisión de la prótesis. Luego de responder un cuestionario de cien preguntas, me pasaban a una salita blanca donde me conectaban unos cables a la cabeza y transmitían imágenes frente a la pared blanca. Yo sólo debía verlas.
La última vez me pasaron a otra sala blanca con nada más que una silla en medio. Me senté en ella y cerré los ojos. Desde una bocina transmitieron sonidos diferentes y, cuando me pidieron abrir los ojos, vi en la pared blanca, frente a mí, imágenes compatibles con lo que estaba escuchando. Primero no lo entendí, pensé estar en otro experimento de proyección, pero cuando cerré el ojo de la prótesis me di cuenta de que las imágenes salían de mi ojo. Me asusté y me levanté de la silla. Unos hombres con batas blancas entraron y me sujetaron para inyectarme algo en el brazo.
Desperté en una celda amplia y limpia, con un dolor de cabeza espantoso. Me asomé a través de la reja metálica y pude ver otras celdas vacías; logré ver la mano de mi vecina. Su nombre era Naty, otra integrante de los experimentos de la OTT. A ella le pusieron la prótesis de un brazo; pero una noche antes trató de ahorcar a su hermano con ella y casi lo mata; dijo que luego aparecieron los hombres de bata blanca y la sacaron de su casa. Me contó que habló personalmente con el Dr. J y él le contó sobre las prótesis defectuosas. Le dijo que cada uno de los reclutados tenía una habilidad especial. Al parecer, la fuerza de su implante era su virtud; y el ojo que me habían dado era capaz de cruzar velos de la curvatura del espacio-tiempo. Claramente la OTT le vendió el discurso de que, gracias a esos defectos, nuestras piezas eran únicas, incluso útiles para algunos de sus proyectos secretos. Lo cierto es que habíamos firmado un contrato donde aceptamos no retirar la pieza bajo ninguna circunstancia, a menos que la OTT lo requiriera.
Yo ya no era una niña, pero sí muy joven para entender por completo todo el panorama. Era claro que no volvería a ver a mi familia; y lo ocurrido con todos los pacientes se planeó minuciosamente, tal vez para formar una especie de grupo de élite de humanos.
Cuando llegaron para trasladarme a la oficina del Dr. J, vi que otros hombres de bata blanca llevaban a Reinaldo a las celdas. Sentí un alivio. Al menos ya no estaría sola. ¬
Este cuento se publicó originalmente en la revista Espejo Humeante #7 Transhumanismo
Daniela Villarreal Grave (Tepic, Nayarit, 1988). Vive en Mexicali, Baja California. Pintora y lectora de tiempo completo. Ha publicado cuento en revistas como: Penumbria, Gramanimia, Monolito y Juguete Rabioso.
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