Rafael Tiburcio García
Era un demonio negro, sin duda, un pequeño monstruo que flotaba suspendido a un metro de altura entre los corredores del submarino, hurgando en los rincones, iluminando las baterías de plutonio con el anzuelo luminiscente que oscilaba al frente entre sus ojos.
Lo primero que James Francis Cameron pensó es que quizá el demonio se había colado desde el exterior, pero eso era imposible. A partir de los cuatro mil metros, hasta una mínima fuga hubiera significado la destrucción del submarino, aplastado por casi mil seiscientas toneladas de agua por cada metro cuadrado. Y ahora estaba a once mil metros de profundidad.
El Deepsea Challenger II era un sumergible de inmersión profunda cuatro veces más grande que el que había usado para su expedición anterior; se trataba de un submarino de casi 30 metros diseñado no sólo para llegar al fondo del Abismo Challenger, el punto más profundo en la Tierra, sino para permitirle permanecer ahí más tiempo que las tres horas de su visita anterior.
Años atrás, en 2012, se había convertido en el primer ser humano en tocar el fondo del abismo. Esta vez pensaba batir su récord permaneciendo varios días en él.
Sin embargo, ahora lo acompañaba un demonio negro. El pez flotaba de aquí para allá moviendo sus aletas entre los corredores hasta perderse detrás de las escotillas.
Cameron se fue a dormir preocupado por lo que había visto.
Durante la noche despertó sobresaltado por el sueño de otro pez que nadaba alrededor de su catre describiendo tenues oscilaciones en el aire del camarote.
Evidentemente él ya no era el mismo James Francis Cameron que todos conocían. Se había convertido en el capitán de un submarino de inmersión de casi treinta metros que controlaba con su mente, bueno, con su mente no, sino con un poderoso microchip que se había hecho implantar en el cerebro.
Quizá la presión del agua o la radiación de los contenedores de plutonio que alimentaban los motores habían dañado el microchip, interfiriendo con las conexiones entre éste y sus neuronas, haciéndolo ver criaturas que simplemente no podían estar ahí dentro. Pero eso tampoco tenía sentido. La garantía del producto lo anunciaba a prueba de cambios extremos en la presión, la temperatura, los campos eléctricos y la radiación, lo mínimo indispensable para pilotar el vehículo.
Toda la tecnología del submarino, sin embargo, no impidió que al día siguiente un tiburón duende, que deformaba el hocico al dislocar las mandíbulas con sus mordiscos, se uniera al demonio negro en su peregrinaje amenazante y ciego por los pasillos.
Como la presión de las profundidades era tremenda, apenas tocar el fondo Cameron había llenado sus pulmones con un líquido que irrigaba el oxígeno directamente a las células de su torrente sanguíneo, al igual que en aquella película que filmó a finales de los años ochenta.
Tras permanecer dos días en el fondo marino, acompañado por los monstruos que, se suponía, debían estar afuera, comenzó su ascenso, muy lentamente, para evitar convertirse en un globo con los ojos desorbitados.
Durante el ascenso, un pez dragón entró en su camarote, persiguiendo a una quimera fosforescente.
Las criaturas cada vez eran más numerosas y su proximidad lo enloquecía. Cameron comenzó a dudar de su propia cordura cuando sintió claramente las resbalosas aletas de uno de ellos rozar su piel.
El submarino continuaba su ascenso ceremonioso hacia la superficie, pero las criaturas no desaparecieron, ni siquiera cuando, al cruzar la barrera de los tres mil metros, escupió todo el líquido que le había permitido respirar durante días en el fondo del abismo. Al contrario: el malestar se intensificaba. Se volvía físico. Durante esas horas, Cameron sólo pudo pensar en su infancia en Chippawa, Ontario, en los años cincuenta, con la esperanza de que eso lo mantuviera cuerdo.
Los mareos y la calentura terminaron postrándolo sobre su catre mientras dejaba que el piloto automático del submarino, conectado al microchip de su cerebro, lo guiara durante el trayecto hacia la superficie. En ese estado no podía determinar siquiera si su misión había fracasado o si había sido un éxito.
Los peces se deslizaban en su piel, hacían sonidos extraños y lo cegaban con sus apéndices luminosos. Aquello se había vuelto un espectáculo hermoso y aterrador.
Lo último que Cameron pudo ver fue el enorme hocico de una serpiente pelícano abrirse alrededor de su cabeza, mientras una larga cola describía estelas luminosas alrededor de su cuerpo.
Unos días después, sus camaradas entraron en el camarote. El piloto automático había fallado también, pero el submarino estaba suficientemente cerca de la superficie para que un vehículo ROV controlado desde el barco lo rescatara.
Una mueca de terror deformaba el rostro de Cameron, que repetía una y otra vez una palabra: Architeuthis, architeuthis, y sus músculos se tensaban acalambrados como si los trituraran los brazos de un gigantesco calamar.
Los científicos lo llevaron a la isla Fais, a 290 km al noreste, con la esperanza de poder reanimarlo en el laboratorio.
Le hicieron exámenes buscando rastros de radiación. No hallaron nada. Aun así, Cameron insistía en que numerosos peces de los abismos desgarraban su cuerpo. El delirio continuó incluso durante los estertores.
Al llegar a los 43 grados de temperatura, finalmente expiró, presa de un derrame cerebral, con la única satisfacción de haber morado una vez más el abismo que tanto le obsesionó.
El forense extrajo el microchip de su cerebro unos días después.
El líquido de irrigación lo había oxidado por completo.
Este cuento se publicó originalmente en Espejo Humeante Fanzine #2.5
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Rafael Tiburcio García (Villahermosa, 1981). Escritor, melómano y locutor. Vive en Pachuca. Produce y conduce los podcasts de Espejo Humeante e Indisciplina. Es autor de Cuentos de bajo presupuesto (Cecultah, 2014) y de la novela Rabia | Ikari (Conaculta, 2015). Gestiona sus redes como @juancorvus.
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