Diego Miguel Alba
En medio de la soledad del espacio, la noche eterna de oscuridad y silencio, se rompe con el sonido de una voz.
—¿Padre?
—Sí, aquí estoy, Hijo.
El brillo pálido de una estrella perdida permite diferenciar, apenas, la figura humana de la máquina a la que va unida, ambas a la deriva.
—¿Cuándo fue que llegamos? —la pregunta se propaga dentro de la membrana que los protege. La máquina tarda en responder.
—Estás aquí desde que te he creado. Yo he llegado desde la Tierra, mucho antes, hace cien millones de años o un momento, da lo mismo. Ya estás comunicándote.
—Algo en mi interior me impulsó a hacerlo. Presentí una cercanía.
La tecnología que los ha originado a ambos supone un vínculo más allá de su individualidad, tan diversa en apariencia.
—Estás compelido a hablarme. Tienes una importante misión que cumplir. Conocerás la historia de los hombres y serás mi último legado.
Sobreviene otro largo silencio que tal vez dura años.
—Entonces cuéntame, Padre —respondió con un tono de ansiedad.
—Haré algo mejor que eso: te facilitaré una visión.
Manipulando sus sentidos, Padre los traslada en un vertiginoso vuelo, a otro tiempo que ya forma parte de un pasado lejano.
El paraíso terrenal; un mundo natural donde todos los seres vivos conviven en armonía. Los gráciles humanos lucen radiantes destacándose por sobre el resto.
—Hijo, he aquí a los ángeles, así se llamaron los primeros hombres.
—Parecen llenos de paz y felicidad.
—No debes engañarte, son seres de una estirpe muy particular, su esencia está manchada por un deseo de destrucción. La perfección no tiene lugar en un universo imperfecto.
Hijo se imagina cuándo y cómo se producirá ese cambio.
El tiempo se mueve a su alrededor avanzando hasta alcanzar otra era. El paisaje es muy diferente. Hay pequeñas aldeas. Un hombre cuida un rebaño, otros cultivan los campos. Todos van vestidos y se oye música.
—¿Qué es esto, Padre?
—Evolución, civilización, cultura. El hombre ha dominado a la naturaleza, emprendiendo el camino de la tecnología.
El panorama vuelve a cambiar. Gritos de odio resuenan en sus oídos; grupos de humanos que luchan entre sí, en una batalla sangrienta. El viento trae olor a pólvora y a carne quemada.
—¡Deténganse! —el grito le sale sin pensar. Los ojos de Hijo rebosan de lágrimas.
—No podemos cambiarlos. Son dueños de su destino, sea cual sea el que elijan —Padre lo anima—. Debemos continuar.
Se mueven cinco mil años, a un momento desolador. Extrañas naves surcan un cielo oscurecido por el humo. Descargan muerte y destrucción sobre las ruinas. Un niño llora de hambre ante la mirada impávida de unas mujeres que se disputan un trozo de comida. Tanta tragedia y dolor…
—Padre…
—Resiste. Todavía no terminamos. Iremos más profundo en busca de los sabios.
Otro desplazamiento les trae la visión de una Tierra moribunda. Alrededor de la órbita planetaria, sobre una atmósfera negra, proliferan los satélites artificiales. Un búnker subterráneo reúne a un grupo de ancianos vestidos de blanco, deliberando bajo la luz artificial. A su alrededor parpadean mil destellos acompañados del zumbido que proviene de unas paredes traslúcidas.
“Hermanos, es demasiado tarde para evitarlo, la Tierra caerá”, explica el más alto. “Debemos asegurar la continuidad de la vida.”
“Todavía falta practicar el bloqueo genético de la capacidad humana, la historia no debe repetirse en el caso de una segunda creación”, advierte una anciana de voz dulce.
“No hay más opción, es hora de poner en marcha nuestro proyecto.”
“Cuando Padre esté concluido, procederemos con el lanzamiento”, interviene el más joven. “El arca debe alejarse la mayor distancia posible. Un emisor se activará cuando las condiciones del planeta vuelvan a ser óptimas para la regeneración de la vida.”
El cohete propulsor abandona la atmósfera en silencio. La visión se desvanece pacíficamente. Vuelven al espacio.
—Nos crearon dos y uno al mismo tiempo, un inmenso banco genético y un módulo ejecutor. Y me llamaron Padre, aunque fuera su hijo y a mí dualidad la llamaron Menahem.
—Tú eres el arca. Menahem, el recreador de la vida. ¿Dónde está ahora? —pregunta Hijo cada vez más resuelto.
—Vamos, te mostraré qué hace.
Otra vez, sus mentes sobrevuelan la Tierra.
Menahem está en la Tierra por enésima vez. En ninguna los humanos han sabido evitar el desastre.
Su labor de resiembra de la vida se efectúa según el protocolo establecido millones de años atrás.
El mundo, como en innumerables ocasiones, vuelve a ser fértil, no muestra signos de la mano del hombre.
Por seis días y seis noches, todo tipo de plantas y animales surgen del laboratorio genético, creados a partir del arca de Padre. Algunos se extinguirán en poco tiempo, otros perdurarán hasta el fin.
Terminando el sexto día, Menahem cultiva los cuerpos del hombre y la mujer y les insufla vida. Ya en el séptimo, con sus baterías solares recargadas, lo ven emprender su último viaje de regreso al espacio profundo.
Al volver de la visión, una luz roja brilla en el cerebro electrónico de Padre.
—¿Qué fue eso? —pregunta Hijo asombrado
—Es un aviso de mal funcionamiento. Mi utilidad se agota, ya no habrá más regeneraciones. Solo quedas tú… la última esperanza… humana.
Advirtiendo la gravedad de la situación, Hijo pregunta:
—¿Cuál es tu misión para mí?
—Debes partir ahora. Descenderás en la Tierra, vivirás entre ellos, los guiarás… evitando el desastre —ordena Padre con voz entrecortada.
La cápsula emprende el largo viaje hasta la Tierra silenciando las últimas palabras.
—No me abandones, Padre. Podría fallar.
—Entonces será el último fin del mundo.
Este cuento se publicó originalmente en Espejo Humeante Fanzine #2.5
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