Karla Hernández Jiménez
Se quitó el sombrero de paja de forma lenta y pausada al mismo tiempo que ajustó sus ojos de titanio en las desgastadas cuencas de su cara.
Atenea se sentó en la silla de mimbre de su sala para descansar un momento antes de iniciar el proceso de triple purificación del agua salada para hacerse un té de azafrán en la primorosa tetera que había encontrado entre la basura hacía una semana.
Llevaba demasiado tiempo viviendo entre la basura, rodeada de los restos de una humanidad que se había olvidado de ella y de los suyos, de los que jamás podrían formar parte de los elegidos destinados a salvar sus vidas en el espacio.
Al principio, como tantos otros, Atenea intentó conseguir entre la chatarra las piezas necesarias que le permitieran escapar hacia el progreso que le esperaba en el espacio, muy lejos de aquella tierra seca e inhóspita, repleta de polvo, que se extendía ante ella hasta llegar al mar que cada día ganaba más terreno.
Había oído en muchas ocasiones de las maravillas que los elegidos habían creado en el espacio, de los múltiples universos que habían llegado a conquistar en nombre de la humanidad y su proceso para compartir su concepto de “civilización”.
Atenea quería formar parte de aquello. Fueron muchísimos intentos, pero ninguno dio resultado; siempre terminaba fallando a mitad del proceso.
“Estás condenada a hundir tu cabeza en esta tierra igual que nosotros”, le dijeron sus padres y amigos después de su última derrota.
Ahora que la amargura y el dolor habían dado paso a una rabia fría, Atenea era capaz de pensar que la única solución para ella tenía que ser buscar el modo de regresarle a aquel espacio algo parecido a su aspecto anterior al gran cataclismo.
De haber podido, la gente de su comunidad se habría reído en su cara de sus esfuerzos, que no eran más que los sueños inútiles de una chiquilla que había crecido escuchando las historias que contaban los ancianos acerca de un pasado donde la Tierra había producido vida, donde había vegetación y los humanos podían cosechar sus alimentos.
¿Acaso se le había metido radiación en la cabeza con el último invierno nuclear? ¡Ya era hora de que despertara de una buena vez! No conseguiría nada de un planeta que se había rebelado contra la humanidad tantos siglos atrás.
Atenea ya sabía que la gente a su alrededor no podría comprenderlo fácilmente. Habían renunciado a su humanidad muchas generaciones atrás, su único objetivo era la supervivencia en aquel páramo en el que estaban atrapados, como la mayoría de los descendientes de quienes habían conseguido avanzar en los días de la destrucción.
Día a día, Atenea borraba y repetía procesos para conseguir revivir la tierra seca en la cual le habían dicho que no era posible obtener vida. La basura que se desparramaba a lo largo de la gruesa franja de tierra le sirvió para construir un refugio en el cual podría descansar de sus largas jornadas tratando de revivir el suelo, además de ayudarla en la creación de diversos aparatos.
Ella supuso que las críticas no tardarían en aparecer por haber abandonado la comunidad en la que había nacido.
No obstante, Atenea recordaba vivamente todas las historias que los más viejos le habían contado, aquellas viejas historias que habían pasado de generación en generación a lo largo de los años. Ella añoraba aquello sobre lo que apenas había escuchado, anhelaba volver a ver un paraje verde en la Tierra.
Cada día, mientras trataba de perfeccionar las máquinas que la ayudarían con su objetivo, sus articulaciones y sus ojos de titanio se desgastaban más y más. No le extrañaba que los suyos, y la humanidad en general, hubieran renunciado a hacer esa clase de labores manuales, llamándolas anticuadas.
A pesar del dolor que le provocaba, le pareció que aquello tenía su propio encanto. No había podido recrear con la precisión necesaria los azadones y las palas que alguna vez habían utilizado sus ancestros, pero todo parecía funcionar de forma adecuada ante los requerimientos del suelo.
Día a día, Atenea se metía entre las pilas de chatarra en busca de engranajes y trozos de metal que permitieran que sus máquinas siguieran funcionando. Es cierto que aquellas máquinas no se parecían en nada a la tecnología de punta con la que contaban los humanos que estaban en el espacio, pero aún así eran eficaces en su tarea de filtrar la tierra para sembrar las semillas que había adquirido unos meses atrás en el mercado negro.
No había sido fácil conseguir esa mercancía, y ella no deseaba recordar lo que había tenido que soportar a cambio de obtenerlas. Aún así, cuando creyó que estaba lista, sembró todo.
En sus sueños se apilaban imágenes de campos verdes aromáticos repletos de frutos que la alimentarían hasta el final de sus días, dejando de tener que subsistir con nutrientes sintéticos. Todos los días se despertaba con la misma ilusión, con las mismas lágrimas en los ojos.
Cuando encontraron aquella cabaña destruida en la frontera entre la tierra y el mar, adentro únicamente estaba el cuerpo de una anciana. Aparentemente había muerto durante el sueño, ya que no había signos de una muerte violenta, algo poco común para los semihumanos, los descendientes de los que habían sobrevivido todos esos siglos excluidos en la Tierra.
No obstante, eso fue lo que menos sorprendió a los emisarios de la Federación Intergaláctica que habían parado en aquel lugar. Lo más impresionante era ver que en una gran porción del terreno cerca de la cabaña había una materia extraña de color verde. Luego de analizar la materia con sus lentes inteligentes, la máquina llegó a la conclusión de que eran plantas.
No había precedentes para eso. ¬
—
Karla Hernández Jiménez (Veracruz, México) es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines.
Un comentario en “Cyberlink-x”