Enid Carrillo
Puse a los canarios en la mesa. Estaban en un plato con el cuerpo lleno de alfileres, las plumas manchadas de carmín, servidos como un manjar junto a un par de frutos heridos que levanté en el jardín. No puedo evitar sentirme así, como un fruto que cayó de un bello árbol y quedó estrellado contra el piso.
No sé por qué lo hice, pero estuve observándolos por días. Desde la ventana los veía revolotear en su jaula por un largo rato, hasta que lograron desesperarme. Al verlos a detalle, comenzaron a parecerme algo monstruoso y sucio, como todo lo que me rodea.
Desde que supe del embarazo todo en mi vida se ha llenado de niebla. De pronto fui invadida por el frío y las preocupaciones, tenía las ojeras tan marcadas que temía que algo me hubiera tragado los ojos. Mi cuerpo estaba a merced de algo feroz que provocaba en mí temores profundos.
Los nueve meses que duró mi calvario estuve anémica y temerosa de lo que llevaba dentro. Pablo creía que exageraba, pero casi no estuvo presente durante aquel tiempo, apenas llamaba por teléfono y me visitaba de vez en cuando para dejarme dinero.
Aquello abrió una grieta entre nosotros. Esa pareja eléctrica que fuimos antes ha quedado perdida entre las sombras. Nunca tuve problema con la clandestinidad, incluso la prefería porque todo lo bueno de Pablo estaba reservado sólo para mí. Solía adularme todo el tiempo, me decía que era su mejor estudiante, que necesitaba explotar mi talento y me ofreció hacer prácticas en su estudio.
Fuimos provocándonos poco a poco, hasta que ambos nos rendimos. Estaba a punto de terminar la universidad y poco me importaba salir con un profesor que casi me doblaba la edad. Quería conquistarlo todo: tendría una carrera, un trabajo, una casa, no quedaría nada de aquella muchacha que dejó a su familia para ir a la universidad.
Entonces quedé embarazada. Cuando se lo dije, Pablo se puso como un loco, gritó, se confundió y, de una extraña manera, también se emocionó. De tanto llanto me hice agua y él se conmovió. Entonces me pidió disculpas y lloró conmigo, me dijo que todo estaría bien, que las cosas con su esposa estaban agonizando. Iba a hacerse cargo de la situación y yo no tendría que preocuparme.
Pero había una condición: nadie podría saber que estaba embarazada. Por eso me llevó a su casa de campo, lo suficiente lejos de la ciudad para que nadie me viera embarazada. Le dije que sí y le puse yo una condición: mi madre tenía que saber lo del embarazo. Me dijo que no. Apenas pude avisarle a un par de amigas que me iba, pero no di más explicaciones.
Camino a mi nuevo hogar, hicimos una parada en la carretera. Un muchacho cargado en la espalda con una fila de jaulas de madera se acercó a ofrecernos los canarios y yo le pedí a Pablo que me los comprara porque no quería estar tan sola. Escogí el par para que entre ellos también se hicieran compañía.
Ésta es una zona de montañas donde la gente tiene casas para vacacionar, pero nadie vive aquí, llegan ocasionalmente, pero se van pronto. Estoy sola con las montañas. La música de los árboles es muy extraña, está llena de voces que hablan todas al mismo tiempo. Lejos de sentirme libre, aquí me siento atrapada en mi propia cabeza.
Por eso he tenido el tiempo para descubrir cada agujero de la casa, cada esquina, cada árbol, cada problema. El peor de todos son las ratas del jardín. Al principio no me importaban mucho, nunca me han dado miedo los animales, pero ya no soporto sus chillidos. La blancura de esta casa hace que me estalle la cabeza y los huecos entre el concreto amplifican los ruidos del reloj, del llanto de mi hija y de mis pensamientos.
Luego del primer mes de embarazo, me fui apagando poco a poco, no tenía fuerzas para levantarme. Pasé tanto tiempo sin hablar, que a veces intentaba cantar o hablar conmigo misma para recordar cómo era mi voz. Pensaba mucho en mi familia, así que nostálgica y con el vientre hinchado, caminé al pueblo para llamar a mi madre a escondidas y contarle lo que pasaba.
Le pedí un consejo porque la noche se había apoderado de mí y no sabía qué hacer. Tenía mucho miedo de todo. Mi madre lloró, me dijo que mi papá seguía enojado conmigo por haberlos abandonado y que no merecía la pena que supiera que era la amante de un hombre casado. Me dio los nombres de unas hierbas para que se me quitara el frío y me dijo que comprara veneno en polvo para las ratas. No hemos hablado más.
Desde el preciso momento en que Lea nació, se volvió la dueña de mis pechos, de mi tiempo y mis pensamientos. Necesitaba ayuda y le dije a Pablo que podía llamar a unas amigas de la escuela para que estuvieran aquí conmigo, que ellas no dirían nada. Pero sólo escuché un “No” que hizo eco en toda la casa.
Lea es una niña muy bonita, tiene los ojos grandes y claros y unos rizos oscuros que bailan siempre en su cabeza. Pero yo no puedo soportarla. Su llanto y sus balbuceos se meten en mi cabeza igual que la música de los árboles. Algo en mí me dice que la quiero, pero mi cuerpo es incapaz de demostrarlo. Me duele tanto alimentarla y a ella no le gusta mi leche agría, por eso siempre está pálida.
Las cosas no han mejorado con el tiempo, hacerme cargo de ella sigue estando fuera de mi alcance. Siempre tengo miedo de algo: de tirarla, de romperla o asfixiarla, de perderla en una calle sin nombre y sin personas y no verla jamás. De que un día las ratas se la coman y yo no pueda más con todo esto.
Cuando intento contarle a Pablo, él apenas me escucha. Dice que su esposa nunca pasó por esto, que no es normal estar tan triste y preocupada, que tengo que hacer algo al respecto porque lo tengo harto con mis quejas. De paso también me dice que no se va a divorciar y que me quedaré aquí por más tiempo hasta que decida bien qué hacer.
Le molesta que la casa huela a leche, que me haya puesto gorda, que esté desesperada. Y yo no me atrevo a decirle que dejó de gustarme, que su sola presencia me irrita y me exaspera, que odio la forma en que me dice las cosas y la forma en que las calla. Odio que me haya mentido y que me haya dejado abandonada en esta casa que cruje y se burla de mí sacudiendo sus ventanas.
Me exige demasiado, pero no escucha cuando le digo que es imposible que una madre triste tenga una hija feliz, por eso discutimos y yo le pido que me ayude, que me dé algo, que me saque a esa mujer de humo negro que se apoderó de mí desde el embarazo.
Cada vez me dice menos cosas, sé que ya no siente nada valioso por mí, pero con la niña es diferente. Ella es la razón por la que aún regresa, por la que aún se queda. Adora que tenga sus mismos ojos y le apriete la cara con sus manitas. Cuando los miro jugar y ser felices se convierten en una película vieja de la que sólo soy una espectadora.
Pablo le ha comprado un vestido muy bonito a nuestra hija y se quedará con nosotras este fin de semana para festejar su primer año. A pesar de todo, quiero celebrar en el jardín, por eso debo encargarme de las ratas. Es curioso cómo el veneno se parece tanto al azúcar, pienso mientras me encargo de la plaga y aquello pone frente a mí una nueva posibilidad.
Mañana es el cumpleaños de mi hija, prepararé el desayuno más delicioso que jamás hayamos comido. Ese será el fin de la tristeza. Lea tendrá un gran pastel de zarzamoras. Hornearé toda la noche, feliz de ver cerca la salida. ¬
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Enid Carrillo (Pachuca). Autora de La noche nunca termina (2019) y editora en Casa Futura Ediciones. Becaria Fonca 2021-2022 en la especialidad de cuento.
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