Eduardo Islas Coronel
oí zumbar una mosca —al morir—
Emily Dickinson
Sé que aquel e-mail te encontró al borde del abismo, Rigoberto; que por aquellos días el empleo como mago era escaso y mal pagado; que los niños preferían celebrar las acrobacias de un payaso con disfraz de El Hombre Araña que admirar un show como el tuyo, de magia verdadera. De los hurones que hacías aparecer durante el espectáculo, sé que se esfumaron hace meses para escapar de ti y del fracaso que se cernía sobre tu futuro como un aciago matamoscas. Sé también que los únicos actos de escapismo que realizabas eran ya para no ver al casero que te exigía el pago de las últimas tres rentas, alzando la voz desde el pasillo. Algo que pudo ser telepatía te otorgó la clave del wifi de la viuda del departamento trece, pero sería más honesto decir que le atinaste.
El apartamento en que vivías era diminuto, tenía el techo cochambroso, las paredes sucias, un único foco amarillento que parecía irradiar oscuridad y mugre y un olor a podredumbre que parecía salir de todos lados a la vez, que se impregnaba en las cortinas y en tu ropa. “El olor del fracaso”, te decías, pero en verdad que todo aquello olía muy mal; en serio: de veras apestaba. Algo te provocaba mucha comezón. Sé que hacía mucho tiempo que no recibías visitas, hasta que un día ese joven pelirrojo y con granos, vestido con overol y guantes blancos se apersonó frente a tu puerta:
—Buenas tardes, ¿señor Rigoberto?
—Sí.
—Señor, yo trabajo… Sucede que… Hablaron los vecinos para reportar una plaga de… índole diversa que asedia al edificio. Encontramos que el foco se encuentra, pues… precisamente… en su cocina.
—¿Se está usted oyendo, amigo?
—Perdone.
—¿Se atreve usted a cuestionar mi higiene? ¿Acaso no le parece mi manera de vivir, idiota?
—No, señor, yo nunca…
—Entonces lárguese. Lárguese antes de que llame a la patrulla.
Le cerraste la puerta en la cara. Sentado en una esquina de la cama destendida, te rascaste todo el cuerpo con una espátula metálica, pues la comezón no hacía sino crecer. Frente al espejo descubriste algo que te dejó helado: larvas y huevecillos en tus cejas y en tus vellos axilares. Intentaste ducharte, pero descubriste que el casero había cortado el agua para presionarte con el pago. No lloraste, pero casi. Empezaste a arrepentirte de tu maldito orgullo cuando llegó, como campana salvadora, el e-mail en que solicitaban tus servicios como mago. En pocas palabras escribían que se trataba de un evento infantil, ponían la fecha, la hora, la dirección y además un croquis para llegar al sitio. “Bosques de Poniente”, leíste, bastante mosqueado; en primera porque había que cruzar toda la ciudad para llegar allá; en segunda porque en esa zona vivían los poderosos, los dueños de los bancos, los políticos, los ejecutivos de compañías extranjeras. El remitente se identificaba como la señora Silja Mustanen, finlandesa. Ni siquiera pedía una cotización. Todavía receloso, redactaste un e-mail en que pedías el cincuenta por ciento del costo total por anticipado, pues eras un profesional. Pediste más del doble de lo que solías cobrar normalmente, cuando aún tenías el par de hurones y los vecinos contrataban tus servicios. Como sospechaste, la supuesta señora Mustanen no escribió de vuelta; sonreíste, satisfecho de tu astucia (pero todavía hambriento y desempleado), porque cómo alguien iba a verte a ti la cara de imbécil.
Tres días después recibiste la notificación del depósito por concepto del costo total del espectáculo y comprendiste, francamente conmovido, por qué razón Finlandia encabeza las listas en cuanto se refiere a pib per capita, esperanza de vida, auroras boreales y todo eso, pero sobre todo pensaste que éste podía ser para ti un nuevo comienzo. Pensaste en ponerte al corriente con el pago de la renta, pero mejor compraste víveres y alquilaste por dos días una camioneta van. La mandaste personalizar con tu nombre artístico, “El Gran Kaladrys”, pegado en papel adhesivo sobre la carrocería. Robaste del parque un perro Yorkshire Terrier y un par de palomas. El perro lucía famélico y enfermo, no comía y vomitaba un ácido espumoso y amarillo, pero después de un baño pareció sentirse mejor. Utilizaste todo el dinero, te habría gustado contratar además una asistente bellísima que después conquistarías para hacerla tu pareja, pero pensaste que con mucho cuidado podrías sacar adelante el show tú solo. Sabías que si el espectáculo gustaba habría buenas propinas; además, tenías pensado repartir tarjetas de presentación y convertirte en el showman más solicitado de la zona. Seguramente habría alguno entre los padres de familia que quedaría tan deslumbrado con el espectáculo que te contactaría con uno de esos agentes que promueven magos en Las Vegas, y entonces sí, por fin habría nacido al mundo el digno heredero de Sigfried & Roy. Después, cuando ya fueras famoso y te hubieras cansado de viajar por el mundo, te comprarías una residencia, probablemente por aquella zona (sería cosa de ir buscando letreros de “Se vende”), e inaugurarías la “Academia El Gran Kaladrys para magos” con el fin de apadrinar a las jóvenes promesas. Serías exitoso, Rigoberto, vaya que sí, sólo tenías que dar un espectáculo por nota en unos cuantos días.
El día del evento amaneció radiante. Muy temprano, cargaste en la camioneta lo necesario para el espectáculo: el equipo de audio, la escenografía, los vestuarios, las cadenas y candados para el acto de escapismo, los animales en sus jaulas y todo lo demás. Te arreglaste con esmero, esperanzado. Empacaste el menos gastado de tus dos trajes, el de color negro brillante, la capa de satén rojo. Condujiste un par de horas hasta Bosques de Poniente. Allí quedaste deslumbrado por los altos edificios financieros, por el cielo blanquísimo, por las avenidas amplias y llanas, silenciosas. “Así debe de ser Finlandia”, pensaste. Seguiste conduciendo y, cuando te diste cuenta, estabas ya ante la caseta de vigilancia del fraccionamiento exclusivo que buscabas. Un policía gordo y con gafas oscuras te pidió tu identificación, revisó el contenido de la van, habló con alguien por teléfono y te permitió el acceso. Tres minutos más te pusieron a las puertas de la residencia Mustanen: ostentosa, enorme, blanquísima, justo una hora y media antes de tu presentación. Te identificaste por el interfón. Se escuchó un zumbido apresurado al otro lado de la línea. Un momento después se abrió una verja color negro y se asomó una niña como de siete años. Llevaba un vestido blanco, tenía una larga trenza rubia y las mejillas sonrosadas; sus ojos parecían un par de monedas de agua del mar Báltico. Titubeaste unos segundos.
—¿Silja Mustanen? —preguntaste, incrédulo.
—Es mi madre, señor —respondió en un español masticado, pero bastante aceptable. Su voz era cristalina como una ráfaga de viento—. ¿En verdad eres un mago?, ¿sabes lo que yo quiero ser cuando sea grande? Activista social. Me llamo Iita —y te tendió una mano minúscula.
“Vaya con los niños finlandeses”, pensaste, mientras se la estrechabas. “Debe ser la calidad educativa, o el frío, yo qué sé”. Conocías a varios mocosos de la misma edad que sólo sabían berrear y orinarse.
—¿Dónde están tus padres? —preguntaste, molesto por tener que dirigirte a la niña pequeña.
—Dentro —te respondió la chiquilla—. ¿En verdad puedes escapar de un maletín como el que usa mi papá?
Por unos segundos te imaginaste encerrado en un maletín elegantísimo de cuero negro, junto a mucho dinero y papeles importantes, y unos segundos después afuera, con los brazos extendidos, mientras la niña Mustanen aplaudía, radiante.
—Mira —respondiste, cerrando los ojos—. Yo sólo quiero saber dónde puedo dejar todas mis cosas en lo que empieza el espectáculo.
La niña Mustanen señaló una carpa blanca en medio de un jardín inmenso y bien cuidado.
—Hoy es mi cumpleaños —te reprochó, ofendida, y se marchó corriendo a reunirse con los otros niños. Los miraste jugar por un momento.
Acarreaste tu equipo hasta la carpa, dispusiste todos los elementos en su sitio. En el trajín alcanzaste a ver algunas salas tipo lounge, una piscina, una decena de mesas redondas adornadas fastuosamente con arreglos florales y manteles de un gusto exquisito. En medio del jardín se llevaba a cabo un espectáculo de capoeira. Tres fornidos bailarines brasileños ejecutaban maniobras con gran agilidad, acompañados por el rítmico sonido del berimbau. A veces metían las manos en las bolsas de sus pantalones y arrojaban al aire miles de papeles color verde y amarillo; entonces los niños, más de treinta, extranjeros todos, que hasta entonces habían permanecido casi inmóviles, casi estúpidos, conformando un corrillo alrededor de los danzantes, se volvían locos de alegría y corrían, tratando de hacerse con todos los papelitos que pudieran. Los niños orbitaban algunos segundos de manera aleatoria, en una danza que poco tenía que ver con la capoeira, y sí con algo que te pareció tan ancestral e instintivo que te dejó perplejo. Después se posaban en su sitio para seguir mirando.
No habías identificado aún a aquella que sería tu puerta de entrada al mundo glamouroso de los magos, al mundo Caesars Palace y al mundo Luxor Hotel & Casino, pero más te sorprendió constatar que además de los bailarines brasileños y de ti mismo no parecía haber en toda la residencia Mustanen ningún otro adulto. Recuerdas haber leído una nota de un medio informativo de legitimidad dudosa: “Si bien Finlandia es un país ejemplar en muchos aspectos, es bien sabido que los niños son abandonados a su suerte en los pantanos de Laponia al cumplir los cinco años para que aprendan a valerse por sí mismos. Algunos sociólogos defienden que es cuestionable, hasta cierto punto, que los padres alienten así su independencia”. Preferiste esperar en la camioneta para no decepcionarte: ya llegarían. Te pusiste el vestuario para salir a escena. Calentaste las cuerdas vocales y el diafragma. Aflojaste los dedos con algunos agarres y pases de baraja. Repasaste mentalmente el programa, conocías cada secreto, cada insignificante movimiento de la mano que debías hacer para desviar la atención mientras la magia se gestaba poco a poco en otro lado, cada sutil cambio de inflexión en la voz que te permitiría hacer creer a tu audiencia. Te sentiste un maestro del arte, Rigoberto. Bajaste de la camioneta particularmente inspirado, sintiendo que podrías conquistar al mundo con tu magia. Afuera, en la esquina de la cuadra, dos de los bailarines brasileños marcaban por teléfono celular. Desde lejos te gritaron algo en portugués que, por supuesto, no entendiste. Su show había estado bien, pensaste, pero el tuyo lo dejaría en el pasado.
Nada más entrar al jardín, la pequeña niña Mustanen tomó tu dedo índice con su manecita y te condujo hacia la carpa. Probablemente había estado jugando con los otros niños, pues había conseguido rasgar y ensuciar con tierra su vestidito blanco, y tú notaste su mejilla rasguñada. En el camino te hizo prometer que no la ridiculizarías con sombreros estúpidos ni haciendo que los demás le cantaran “Happy Birthday”. Pensaste que ya estarían ahí todos los padres de familia. Entonces lo viste. Bajo la carpa, más de treinta niños se desplazaban sin sentido, como sonámbulos, con los ojos ausentes, o se mantenían inmóviles de cara a la lona, aferrados. Aún no había el menor indicio de adultos. Pensaste en drogas sintéticas que los padres de clase alta administraban a los niños para poder dejarlos solos en las fiestas infantiles, sedados y sin niñeras, mientras ellos disfrutaban de la mejor comida japonesa o italiana en los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Descartaste a toda velocidad ésa y otras teorías por parecerte inverosímiles. Un niño gordo de cabello rizado pasó junto a ti imitando el zumbido del motor de un bombardero supersónico, y se prendió de la pernera de tus pantalones. Lo ahuyentaste con las manos, pero el niño gordo dio una vuelta en redondo y volvió a la carga como un avión soviético de caza. Al verlos llegar, los niños empezaron a tomar de a poco sus lugares en el corrillo, con orden, haciendo gala de una civilidad que, pensaste, sólo puede conseguirse cuando un gobierno invierte más del doce por ciento de su presupuesto en financiar el modelo educativo. Intuiste que no lo hacían por ti; los habías visto jugar hace rato e identificaste que la niña Mustanen ejercía sobre ellos una suerte de dominio o de fascinación inexorable que los llevaba a hacer precisamente lo que ella quisiera, como si fueran sus vasallos.
No había rastro de los padres de familia. “Al menos la alberca está cubierta”, pensaste, por pensar en algo, pero la verdad era que te daba lo mismo si alguno moría ahogado, excepto, tal vez, la niña Mustanen, a quien le habías tomado cierta inexplicable simpatía. Lo que había debajo de ese pensamiento era una profunda decepción, Rigoberto, y la certeza de que la oportunidad de tu vida se te escurría entre los dedos, y la ominosa sensación de que tal vez la vocación de mago no era diferente a la de vendedor de ilusiones curativas de cualquier compañía multinivel. En ambos casos se trataba de dominar la técnica a fuerza de repetir los movimientos para hacer caer al espectador en el embuste. Tu nombre artístico, “El Gran Kaladrys”, grabado en tu baúl de magia, no haría más que girar un poco hacia “Rigoberto Hernández (Agente de ventas)”, impreso en un gafete plastificado. Y en ese mismísimo momento habrías dejado allí a los niños, vulnerables y sin espectáculo de magia, cuando sentiste que algo extraño saltó dentro de ti, desde lo hondo, algo como un bacalao de gran tamaño, que muy bien habría podido llamarse amor propio; o era tal vez que ya te habías hecho a la idea de la niña Mustanen mirándote escapar del maletín de su padre, aplaudiendo, siendo feliz en su cumpleaños. Y fue entonces que decidiste que ése sería tu último espectáculo de magia, tan lejos de Las Vegas y de la gloria que alcanzó alguna vez David Copperfield y sí cerca de esos niños finlandeses que bien podrían haber sido drogados hace apenas unas horas. ¿Pero qué seguías haciendo allí, Rigoberto?, ¿y si alguno de los niños moría por la negligencia de sus padres de dejarlos solos?, ¿y si la policía investigaba y se enteraba que habías estado en la fiesta, que habías sido el único adulto a cargo?, ¿y si…
El espectáculo no comenzó como hubieras querido. El número en que sacabas de tu boca treinta metros de una mascada de colores tan sólo consiguió arrancar a la audiencia unos cuantos bostezos, y que el niño gordo de cabello rizado retomara su imitación del bombardero supersónico. Ni siquiera estuviste seguro de que hubieran entendido el chiste del mago que aborda el autobús, así que lo volviste a contar, y obtuviste por respuesta otro silencio arrollador y miradas idiotas, si acaso un zumbido sordo y generalizado. Entonces decidiste jugar tu primera carta fuerte: el acto de ventriloquia con Constantino, y hasta ahí las cosas empezaron a ir un poco mejor; un par de niños incluso se animaron a acariciar al perrito de peluche que les ofrecías, y la niña Mustanen reía. Pero llegó la hora de guardar a Constantino en la casita, para que en su lugar apareciera no el peluche sino el perro (el verdadero, el que habías robado del parque); y cuando las cuatro paredes de la casita se abatieron no encontraste al Yorkshire alegre que esperabas ver saltando entre los niños y moviendo la colita, sino a ese bulto que llevaba como tres horas de muerto, que despedía un olor horrible, acosado por muchísimos insectos, ensopado en su propia mierda líquida y demás fluidos corporales.
Los niños se interesaron como nunca, y entonces el espectáculo alcanzó un pequeño clímax, pues en unos segundos los tenías a todos alrededor de ti, extendiendo sus manitas para tocar siquiera un poco el cadáver del Yorkshire. Te empujaban, entonces recordaste a los bailarines brasileños y sus papelitos verdes y amarillos. Hiciste de tu varita mágica un surtidor de caramelos de colores, los niños se dispersaron y se pusieron de rodillas para acaparar todos los dulces posibles y, por una fracción de segundo, te parecieron, y con qué razón, Rigoberto, una evidente multitud de moscas, frotando sus patas delanteras sobre un inmenso pastel de merengue, ávidas de azúcar.
Aprovechaste la confusión para dejar fuera de escena al cadáver y comenzar a recoger tu equipo, para terminar de irte al carajo. Sentiste un tironcito en la capa, te volviste y encontraste a la pequeña niña Mustanen parada junto a ti (y de nuevo el bacalao, su coletazo de reproche a la mitad del pecho, Rigoberto, ese sabor salado, los ojos de la niña humedecidos por el llanto). Sin saber muy bien por qué, le explicaste con cuidado que no podrías escapar del maletín de su padre porque de entrada él no estaba por allí para pedírselo, pero que harías el acto de escapismo con un costal enorme para cartas que tenías; y que ella podría ser tu asistente, pero sólo si entendía que debías partir después de eso.
La niña Mustanen aceptó, secando sus lágrimas con el dorso de su manita sucia, e hizo callar y sentar a todos en un instante con una mirada breve y significativa. Te pareció que nada en este mundo podría resistirse a sus ojos glaciares. Llevaste al frente el saco postal, las cadenas de gruesos eslabones y candados para el acto de escapismo. Pediste un aplauso para tu nueva asistente y los niños respondieron casi ritualmente, pero con entusiasmo. Dejaste el saco abierto a un lado, te arrodillaste con las manos en la espalda, como quien pide perdón, y le pediste a la niña que te colocara las esposas alrededor de los tobillos, y las cadenas alrededor del cuerpo y de las manos. Sentías sus deditos yendo y viniendo por tu cuerpo. La miraste sonreír, Rigoberto, y debiste verme a mí sonreír con ella, desde atrás de sus ojos, pero no lo hiciste; entonces cuando ella te empujó, con una fuerza que te pareció tal vez demasiado grande para su tamaño, pensaste que había tropezado o que lo había hecho jugando. Habías quedado en una posición vulnerable, desfavorecida, tumbado de espaldas, aplastando tus manos con tu propio cuerpo. Después notaste con horror que se quitaba el vestidito, y que a la mitad de su espalda de piel láctea aparecía algo así como una cremallera que bajaba por la columna vertebral, y que manipuló con algo de trabajo pero que estaba comenzando a ceder, porque es tan incómodo comer con el disfraz puesto. Tuviste miedo y cerraste los ojos para no ver lo que aparecería cuando la falsa piel cayera por completo, pero al final pude salir y te obligué a voltear la cara, y esa fue la primera vez que nos vimos de frente, Rigoberto. Escuchaste el zumbido ensordecedor de muchas alas membranosas y te pareció el presagio de algo terrible. Pudiste ver con asco tu rostro miserable millones de veces repetido en mis ojos. Pude probar el sabor salado de tu miedo con mis patas antes de probarlo con mi boca. Hiciste un esfuerzo insulso por escapar, pero vomité sobre tus ojos para ahorrarte la pena de mirar cómo las demás se despojaban de su cáscara y se precipitaban sobre tu cuerpo encadenado.
Ahora le hablo a tu cadáver, nido de mis futuros hijos, Rigoberto, y espero que no te lo hayas tomado como algo personal. Es que mi descendencia es tan grande que no puede siquiera imaginarse, ¡infinita!, no alcanzarían los años del mundo para calcularla, y es mi deber procurar el alimento. Pero aún me parece notar algo de reproche en tus ojos sin vida y es cierto, tienes razón, habríamos podido hecho venir a El Hombre Araña, pero deberías saber que las moscas gigantes de la carne, cuyo señorío se extiende a lo largo de los pantanos de la Laponia finlandesa, no solemos hacer chistes tan malos. ¬
—
Eduardo Islas Coronel (Pachuca, 1993). Poeta, narrador y docente. Licenciado en Ingeniería Mecatrónica por la Universidad La Salle Pachuca. Maestro en Ciencias en Automatización y Control por la UAEH. Becario Pecda en 2018. Su obra No sé por dónde empiezan a romperse los objetos obtuvo el Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2018. Textos suyos aparecen en diversas revistas y antologías estatales y nacionales de literatura.
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