Omar Delgado
“El Ruiseñor Yucateco” le decían al fulano los locutores que programaban sus canciones en el radio. También se referían a él como “La Joven Promesa de la Canción”, o simplemente como Guty Cárdenas, cuando les daba por hacerse los formales. En 1932 lo podía escuchar en cualquier lado: desde la barbería en la que acostumbraba afeitarme hasta en el cuartel, en donde no faltaba el agente que con sus canciones recordaba a su tierra, a su madrecita o a la novia que, según él, lo esperaba.
Y, la verdad, era un placer escucharlo. Su voz suave aunque varonil combinaba perfecto con el requinto de su guitarra. Aun cuando en ocasiones exageraba en lo meloso de sus versos, era de mis favoritos. Más que Agustín Lara, que con todo y su piano cantaba como si estuviera haciendo buches con piedras. En ese tiempo, él era el rey de la canción romántica; sin embargo, decían algunos, pronto el yucateco sería más famoso que Lara. Decían.
Y hubiera pasado, claro, si no hubiera muerto.
Fue esa noche en el Salón Ópera. Era abril, a principios; hacía calor en las calles y la mayoría de los parroquianos se habían aflojado las corbatas. No había ninguna mesa para sentarse y el salón estaba saturado de humo de cigarro y peste a sudor. El cantante llegó a tomarse una copa con un par de amigos. Yo lo esperaba en la barra, tomando un tequila junto a la escupidera. Guty vestía un traje de charro, demasiado vistoso, hecho para lucir en el escenario del Teatro Lírico, y como complemento llevaba dos pistolas cargadas con salvas. La botonadura de su atuendo era de plata pulida, y lo hacía inconfundible entre todo el gentío. Yo me había hecho mis pesquisas: Cárdenas era dicharachero y alegre, pero con unas copas de más podía llegar a pelearse por quítame estas pajas. Quiso la suerte que fuera reconocido por un admirador, quien lo invitó a su mesa. Me cambié de lugar para poder observar todo a través del espejo de la barra, aunque me tuve que quedar de pie, con mi sombrero en la mano. Todo fue bien por algunos instantes: la charla amena, una que otra carcajada, intervenciones del cantante que interpretó a capela “Caminante del Mayab”, aplausos de los cercanos. Sin embargo, quiso el destino que el hombre que los había invitado, un gachupín, fuera acompañado de una llamativa mujer que, luego se supo, era su esposa. Cárdenas era conocido por su gusto por el bello sexo, y en algún momento del convite se acercó demasiado a la mujer hasta acariciarle la rodilla. Fue entonces cuando el español, antes amabilísimo anfitrión, cambió su actitud hacia el cantante. A gritos, le exigió una disculpa, a lo que Guty, envalentonado, contestó con burlas y desprecios. Incluso le dedicó a la dama unas coplas acerca de las mujeres galantes. Eso fue el colmo: el español se puso en pie y metió la mano en la sobaquera; la mujer lo tomó del antebrazo y lo disuadió de hacer alguna locura. Por otro lado, los acompañantes de Guty lo intentaban tranquilizar recordándole que tenía otra función en el Lírico y aconsejándole que no fuera descortés, pues un desaguisado público perjudicaría su carrera. El español y su esposa optaron por salir del Ópera, y Guty, luego de unos momentos de reflexión borracha, decidió seguirlos. Apuré mi trago, arrojé un peso a la barra y salí. Ahí iban todos: el español y su señora caminando por la calle, Guty tambaleándose y vociferando, y sus compinches, preocupados, tratando de llevarlo de regreso al escenario que no volvería a pisar. La pareja caminó un par de cuadras para intentar refugiarse en el Salón Bach, una covacha mucho menos elegante que el Ópera, ubicado en un sótano y con muy poca iluminación. Además, la orquesta del lugar tenía fama de que no dejaba de tocar sus destemplados instrumentos ni aunque se armara la trifulca más violenta. Guty y sus amigos entraron también, como era previsible, y yo los imité, colocándome de inmediato en un rincón oscuro, escondiéndome tras de un pilar. Desde ahí pude ver todo: El Ruiseñor Yucateco, con su vestimenta de charro de pacotilla, rastreando como animal de presa a la pareja. Al encontrarlos, se acercó para seguir el pleito. El gachupín le tomó de las solapas y lo azotó contra la barra. Los amigos del cantante se preocuparon, pues el marido ofendido era mucho más grande y robusto que el yucateco. Guty trató de sacar uno de sus revólveres de utilería; su oponente, ahora sí, sin oposición de la señora, desenfundó su arma; el yucateco se le abalanzó, tomándolo de las muñecas, desviando la pistola de su cuerpo. Ahí fue cuando aproveché: cubierto por mi sombrero, ya tenía listo el revolver. Grité: “¡No disparen!”. Y de inmediato los parroquianos entraron en pánico. Unos trataron de huir por las escaleras, otros se tiraron bajo las mesas, la mayoría se arrinconó en las paredes. Entre el humo y la oscuridad distinguí a los pendencieros. Inconfundible, la botonadura de plata me hizo muy fácil apuntar y darle cuatro tiros. La orquesta, fiel a su fama, jamás dejó de tocar a pesar de los balazos. Gritos, mesas volcadas, golpes. Aproveché el caos para deslizarme al exterior y seguir mi camino para luego perderme entre las calles.
Mi madrecita, que en gloria esté, bien que decía: “El diablo protege a sus hijos”. Días después del asesinato, se descubrió que el gachupín era un monárquico rabioso, por lo que la prensa le atribuyó el crimen, ya que Guty había grabado una canción en la que ensalzaba a los republicanos españoles. De nada sirvió que el hombre presentara su pistola con la carga entera, pues a los policías mexicanos les —nos—, gustan los finales simples y sin complicaciones, como de radionovela.
Eso lo comenté días después con él, quien me enseñó el titular del periódico en donde se mostraba la foto del pobre gachupín vestido de reo. Nos citamos bajo la sombra del Reloj Otomano, a pocas cuadras del lugar del crimen. Me sonrió satisfecho, y la cicatriz de su rostro deformó su rictus. Iba, como siempre, perfectamente vestido con un traje de tres piezas, y con el cigarro, que parecía cosido a la comisura de su labio. Me pasó el diario, y en medio de sus páginas, la paga que habíamos convenido. Yo conté con discreción los billetes. Estaba completo. Como siempre, el hombre era cabal. “Mi agradecimiento es infinito, teniente. Espero seguir contando con su amistad”. “Lo que quiera, señor”, le contesté. “Sólo no me dedique ningún bolero”. Soltó una carcajada por la que casi tira el cigarro, me palmeó la espalda y caminó hacia Niño Perdido. Lo observé alejarse: parecía un esqueleto elegante. Quizá por eso, su apodo de El Flaco de Oro le quedaba hecho a medida. ¬
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