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Negro

Caleb Olvera Romero

Vi de repente los colores anteriores a la existencia de la vista.
Wislanwa Szymborska

Entre los aztecas el color negro estaba asociado con la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones (…) se nacía bajo el signo de un color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono.
Octavio Paz.

El negro es privación, revelación, secreto y abandono de uno mismo. Un sigiloso desliz con el poder de clausurar el mundo. Una revolución natural, conspiración, sedición, reinvención y giro. Clausura el mundo para dejar nacer otro, uno muy otro. Es como la tierra fértil del Nilo de donde han surgido las bestias más insólitas. Es el inicio y el final del viaje de Ulises. La tierra prohibida a donde descienden los hombres a ahogar las ansias masculinas. Letanía de la muerte, oficio de tinieblas. Elegancia de estilo. Bandera pirata. Mar de desesperación. Luz de los ciegos. Lenguaje primitivo, quizá primario. Copia de lo ideal, negación de lo real, construcción imaginaria de otro mundo, tal vez el Topos Uranos. Clausura del espacio, clausura del tiempo, clausura de las formas y el color. En resumidas cuentas, éxtasis, apocalipsis y génesis. Símbolo. Sexo y culpa, degradación y sublimación de los reflujos. Moral y contramoral. Visión ascética e intensidad estética. Su naturaleza es proporción y devoción a los referentes, por ello siempre se trata de algo más. Irreductible a la ausencia del color, siempre se trata de algo más. Es clausura de la palabra. Es la representación de todos los objetos y de ninguno, la máscara perfecta que nos hace creer que existe un rostro original. La máscara sin rostro, el simulacro. Desnudez púdica, púbica, pública. Testimonio de la grandeza de los seres humanos.

Muchos pintores jurarían que el color se comporta de manera caprichosa. Representa “esto y lo otro” y al mismo tiempo deja un rastro de más allá. El pintor en cambio no se resigna, entabla fiera batalla con el fin de reducirlo a sus leyes, una y otra vez pierde el combate, el color rompe los límites de la representación. No es gramática de la pintura, sino palabra. Protagonista, no simple escenografía. El color siempre está en movimiento, aunque muchos pintores, por su ego, raras veces advierten esto. Un huracán de tonalidades conspira silenciosamente en contra de sus proyectos. De ahí por desconocimiento, afirman que el color es algo estático y que éste constituye la unidad más simple de sus cuadros. Gran error. En realidad, el color nunca es algo aislado, nadie pinta colores sueltos. El color es la suma de múltiples tonalidades, una totalidad invisible, suprasensible. Un color aislado quiere ser una unidad significativa en sí misma, pero el mensaje requiere de múltiples voces. Los colores sueltos no son sino elementos en busca de un orden que articule el mensaje. La puerta de salida de la sensación hacía la sensibilidad. Para que un color se produzca es necesario que los signos y las frecuencias lumínicas se asocien de tal manera que se complementen y generen un sentido. Recordemos que sentido es una palabra análoga pues significa dirección y sentimiento además de comprensión o entendimiento. Así, no es la luz sino la unidad con el pigmento lo que constituye la más simple expresión del color. Una vez fraguado el color se convierte en un elemento inseparable, sujeto a la violencia del intento de emulación. En la violencia del color los elementos constituyentes se aproximan al paroxismo. Es el intento de la disolución, de la dislocación. Pero una vez fraguado el color es inseparable. Resiste cualquier tipo de esfuerzo o de violencia. De esta manera el color se convierte en la gramática universal. Es el primer elemento significativo con el que el Universo se comunica. Mucho antes que las frecuencias sonoras, son las lumínicas las que han expresado el cosmos. Es el color y su primacía el que ejerce la soberanía de la creación. Basta con ver el amanecer cuando el astro se levanta y confabula con los materiales para despertar lentamente a cada color acariciando la piel de las cosas.
Los niños no aíslan los colores, no pueden. Para ello deberán de ir a la academia, ser adiestrados, perder la inocencia. Pero el niño no tiene esta conciencia de la distinción y aislamiento del color, cuando dibujan, piensan o hablan, muestran la misma tendencia. Juntan al azar todas las posibilidades, reúnen los matices, empalman los colores. Los adultos en cambio, cuando pintan, seleccionan desde antes los colores. Van tratando de expresar con ellos algo, de extraer del Topos Uranos alguna esencia que represente la faz de la Tierra, una simple silla o un vaso, ni hablar de la figura humana. Cuando nos exaltamos y dejamos de ser nosotros mismos, los colores explotan en metáforas sediciosas. Cada vez que nos olvidamos de nosotros mismos aparece el color en estado natural, anterior a la domesticación social. Pero cada uno de estos colores es un sentido. Un símbolo que se ha solidificado durante milenios en el interior de la conciencia colectiva.
Cada color es una frase. El negro, por el contrario, posee un carácter aún más complejo que el resto de los pigmentos. Al ser él mismo la negación de la luz, no puede considerarse un color, ni la partícula mínima para elaborar un lenguaje. El negro es la totalidad cerrada sobre sí misma. En la gramática universal sería equivalente al silencio. Para el resto de los mortales, los colores son la manera de expresar, de evocar figuras en una gramática estandarizada por su sociabilidad. Pero el negro es la clausura del lenguaje, el anverso de la moneda falsa. La llamada inaudible de lo que nos trasciende. Esa desconcertante cualidad del negro ha sido estudiada por los ancestros. Sólo en determinados momentos, muy bien meditados, ha aparecido la representación de este color como símbolo en sí mismo, toda una configuración en contra de lo establecido, es el saber de lo incomunicable, la representación del siglo prohibido. Un color que parece un vacío, que niega la luz y sus metáforas inciertas, que, muy por el contrario, habla de una forma silenciosa, sin voz y sin palabras, pero de manera muy precisa. Es la forma de representar la contradicción y la imposibilidad de los hombres ante sí mismos, ante el absoluto y ante un Dios que los respalda. Esa desconcertante propiedad ha hecho de este tono un aliciente hacía lo desconocido, el trampolín hacia el vacío, la entrada sin puerta al interior de uno mismo. Nadie puede sustraerse al enigmático encanto que genera en quien a él se expone.
Lo natural de un niño es que, tomando un tizón, vaya directo a una pared o muro para romper la inocencia de la roca y hacer surgir el mundo representacional de lo humano. Estas simples trazas negras han transformado el material inerte en el lienzo expresivo de toda la humanidad. Se ha convertido en un microcosmos que plantea sus propias reglas y transmite implacable un mensaje. Está ahí frente a nosotros, aún en las rocas o paredes de las cuevas, ese inclemente color negro que han dejado los carbones y que trasforman los pliegues en personas, arcos y animales. La reserva ante la intensidad estética también es algo aprendido, es una manera de defensa contra la voz de la historicidad que nos reclama como pertenecientes a una secta, a una manada. Algo ahí nos habla de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que estamos llamados a ser.
La confianza ante el color es la actitud natural de los hombres, el negro en cambio, genera temor, nos remite a ese momento en el que estamos indefensos y privados de la visión. Como seres diurnos, la luz y los colores representan nuestro hábitat natural, nuestra zona de confort, pero el negro y la oscuridad ponen frente a nosotros los límites de lo que somos, nos hacen sentir incómodos, indefensos, presa para animales con visiones más adaptadas a la poca o escasa luz. Así, en la oscuridad, el hombre ha quedado reducido a simple presa de las sombras, perseguido por sus traumas, por su vida interior, incapaz de silenciar la culpa que siente por ser finito, es arrastrado a la oscuridad y su alma se impregna de ese oscuro mosto que todo lo fermenta, de ese pigmento que representa el negro, el negro absoluto.
La fe en los colores es simplemente un atavismo de nuestras creencias más antiguas, las cosas son reconocidas y familiares por sus formas, pero antes que eso, por sus colores. Lo primero que la vista del ser humano capta son manchas multicolores que lo han arrebatado de la oscuridad, del vientre materno, que le han arrancado la divinidad y la totalidad en la que se encontraba inmerso, para arrojarlo al mundo de las cosas. Sólo con mucho esfuerzo por parte de la madre y de él mismo podrá diferenciarse del resto de las cosas y reconocer paulatinamente los colores propios. El tono de sus labios, el profundo reflejo de su córnea. El color del cabello y del pezón. Poco a poco los colores se trasforman en formas, y el negro queda olvidado como realidad primaria.
Algunas tradiciones antiguas creen que todo está animado. Incluso la formulación del panteísmo fue una propuesta coherente sólo hasta el siglo XIX. Los panteístas creen que todo tiene un ánima que se expresa en colores, la denominaron aura. Cada cosa u objeto posee una vida singular y propia. Las palabras son ese dispositivo que multiplica el mundo de las cosas, abre nuevas dimensiones de existencia. Ahí los colores han muerto, la palabra verde no está escrita en verde, y el azul no tiene esos tonos zafíricos. En el lenguaje, los colores no responden al llamado de su nombre. Ya no son movidos por los astros. La pintura automática no puede escapar de esta dinámica, y todo aquel que intentó hacer el experimento de plasmar lo que el inconsciente, o esa naturaleza interior propusiera, no pudo sino comprobar las deslumbrantes asociaciones que generan los colores. Como si en su naturaleza estuviera la afinidad, el gusto por agruparse, crear sociedades y sectas que confabulan contra la expresión. Pero el negro es abandonar la espontaneidad. Es plasmar la muerte del amor. La muerte del pintor. Cualquier pintor de mediana talla ha sentido alguna vez la confabulación del color en su contra. Pero es únicamente en el negro donde se puede abolir el tiempo. Es una especie de jaque mate al tiempo, a las formas y al lugar.

Se puede entrever cómo el pensamiento y las frases son también manifestación de las vibraciones, un código diferente de colores donde brotan matices inesperados, dueños de un poder electrónico. Los elementos presiden todas las expresiones. Los cuadros son más que acuerdos, más que la conjunción arbitraria de los colores, su irreductible presencia los hace inefables, siempre están un poco más allá de sí mismos. El color es el hombre, pero es algo más. Podría ser el punto de partida de la disertación sobre las perturbadoras manifestaciones del color. Por el contrario, muchos artistas no se preguntan, o raramente lo hacen, ¿cómo está hecho el negro?, si ese dinamismo le es propio o solamente es un reflejo. Como buenos pragmáticos, se limitan a verificar los hechos. Una cosa funciona y entonces la repiten, la utilizan, no van más allá.
Si una obra es un conjunto regido por un orden secreto, la pauta o el ritmo de esa conjunción la pone el negro. En el fondo de todo fenómeno artístico está este ritmo e intensidad propio de la opacidad, es un producto de la clausura y limitación de la luz, el límite por antonomasia es el color negro. Diseña y dibuja la realidad al limitar los espacios. Antes de comenzar a pintar se dibuja con el grafito, y el trazo negro es una especie de corte sobre la dimensión euclidiana del lienzo, pura proyección de un ritmo cultural. Así plasma analógicamente las representaciones. El negro es un imán que se reproduce por medio de líneas, puntos, figuras geométricas o caprichosas. La creación plástica consiste en gran medida en la imposición de este orden oscuro como agente de seducción. Como dispositivo de captura de la atención. En esa medida se efectúa una especie de sortilegio, dado que la seducción del espectador tiene que ver con la magia que ejercen sobre él los tonos y la profundidad que dichos tonos tienen. Por ello, el pintor es una especie de mago primario, ancestral, que tiene el don de conectarse con las representaciones del imaginario colectivo, por tanto, formula representaciones que son más que eso, son símbolos que se conectan directamente con lo que somos.
Eso es exactamente lo que le ocurrió a Malévich y su cuadro Negro sobre negro que terminó por ser un ícono, una representación del absoluto en su manifestación abstracta. El artista procede con fines utilitarios, ve en el color el material para construir la trampa, el sortilegio de la seducción. No se pregunta qué es el negro o para qué ha sido creado, se planta ante él y simplemente piensa en cómo puede ser utilizado. El poder le viene de él. No es como el poeta o el filósofo para quienes la reflexión es la ruta del conocimiento y esto lo transforma en poder. El artista va directamente al poder sin la mediación de la reflexión. Pura intensidad. Intuición.
Toda operación de seducción se basa en esta fuerza interior, en este principio de intuición que va directamente en contra de la individuación. Regresando al estado original. Como diría Goethe en algún momento, la portentosa y soberbia luz ha debido de nacer de la oscuridad, de la nada. Del negro absoluto, agregaríamos. Toda gran obra se logra a través de un penoso esfuerzo de purificación del color negro que ha sido la proyección en el lienzo; el resto es rellenar los límites, ir expulsando la supremacía de la mancha y desterrándola hasta su justa medida. En su inicio, una obra es blanca y luego surge el negro, ésa es la dupla primaria el arjé de la fisis. El yin y el yang que proyectan un universo irresoluble, imposible. Pero justo por ello se gesta el milagro de la creación artística. Es una afirmación espiritual que busca lograr el equilibrio del cosmos, un equilibrio representacional. Un equilibrio que hace surgir la figura, o que la niega en pos de la intensidad estética, en pos de hacer vibrar a quien a la obra se enfrenta. La forma está en el artista y sólo a través de él se manifiesta, así se gesta la alquimia de la representación: una forma de dar a luz a las manifestaciones que nos anteceden, que de alguna manera nos constituyen. Las formas primeras buscan a los artistas y a través de ellos aparecen en el mundo. Su estar en el mundo es muy diferente al resto de las cosas, no son una cosa, son la representación de las mismas, están a medio camino entre la cosa y la idea de la cosa, es la idea encarnada en color que ahora se presenta en el mundo de los objetos. Sin ser objeto ni idea.
El artista ha sido el primero que ha desafiado a los dioses poniendo frente a ellos la creatividad. Se ha construido una subjetividad creadora, una subjetividad que transforma el estatus ontológico de las cosas y que saca de la nada (eso significa crear) las más diversas e infinitas representaciones. Sujeto al espacio, detiene el tiempo, lo captura en línea, en mancha o contorno. El hombre ha llegado a ser lo que es, a ser hombre, porque se ha opuesto a los dioses; huérfano de padres, se autodenomina creador de sí mismo, aunque no ha pensado que, si el origen es la oscuridad del negro, es a esa misma oscuridad a donde va a retornar. Por ello, el negro es origen y fin de la creación, es el extremo del tiempo que delimita a los hombres y a sus creaciones, la desconcertante luz que llena de formas y colores los espacios encuentra en el negro su principio vital, su contorno, su límite.
El color genera en nosotros estados de ánimo que sólo pueden ser abolidos por el acontecimiento. Por esto, el observador es una especie de paciente, sujeto a la espera, a la temporalidad de que el acontecimiento generado por el color suceda. El negro es el germen de los estados de ánimo o de pensamientos determinados. Los decoradores y publicistas saben muy bien estas cosas. Para ellos, todo color es el germen de algo. El negro no es una medida vacía, sino direccionalidad, contenido. No es la medida del tiempo, sino el tiempo mismo, el kairós original. El reloj no es sino una forma de medición del tiempo, pero el negro escapa como representación de la eternidad. Aún no hemos inventado la forma de medir el sin tiempo o el tiempo absoluto. Matemáticamente, sólo es una posibilidad. Cognitivamente, sigue siendo una imposibilidad conceptual. No podemos representarnos el infinito, ni la nada, ni el tiempo como eternidad, ni el momento de la creación. El negro no es algo frente a nuestra vista, sino que es algo que llevamos dentro. No pasa frente a nosotros, sino que nos pasa, nos sucede, es la expectativa del acontecimiento, la espera, el luto. Siempre es algo más y se trata de algo más, pero al mismo tiempo es la negación de lo que está más allá. La aporía constituye su simplicidad. Por ello afirma el tiempo de una manera paradójica, es la afirmación del ser temporal mientras niega el tiempo, es la sospecha de un tiempo anterior al tiempo, no es posible pensar el tiempo mítico de la creación si no es en este trascurrir sin tiempo, todo sobre un fondo negro. Es la cuna donde nacen los dioses, donde habitaban antes de haber creado al tiempo. No podemos graficar y conceptualizar ese instante antes del primer segundo del Universo, sino que es como un negro absoluto. Metáfora equívoca, pero metáfora al fin y al cabo. Mantiene algo de inexacto, pero en esa medida abre la puerta a la proyección de nosotros mismos y de nuestros esquemas explicativos. Se crea y se destruye. Es el eterno respirar y aspirar de Brahma. Ya habían predicho un universo en expansión por respiración: cada vez que Brahma inhala, el universo se contrae, cada vez que exhala, el universo se expande. Estamos en la representación humana del tiempo que no puede sino representar el negro como totalidad, presencia y despliegue del espacio. Nada más lejos de la verdad y, sin embargo, esto nos sirve para ver nuestras imposibilidades cognitivas. Por ello el límite de la congruencia es siempre negro.

El negro es un sentido, su contenido gramatical le es intrínseco al ser convertido en palabra. Quizá haya de ser necesario separar la representación de lo representado, la palabra que designa de lo designado. Una cosa es el negro, noir, black, etcétera, y otra muy distinta, esa realidad primaria que ha engendrado al mundo, que es la posibilidad misma de la creación del mundo.
Algunos dicen que Krishna puede significar el negro. La mayoría de las instituciones religiosas, monopolizadoras de los mitos y ritos, nos han dado la evidencia para afirmar que es imposible separar el negro de su sentido simbólico. Ha servido para encantar, aprisionar, retener o invocar fuerzas ingobernables, sirve como guía y reproducción de ritos. El luto humano no es sino otra prueba más de lo mismo, es preludio del comienzo, ansias de la finalidad, añoranza de sentido. El negro ocupó el lugar del rito, Rothko y su capilla. Grandes lienzos negros que traen a la presencia lo conceptual. Eso que siempre ha estado ahí, eso que habla en nosotros, que vive a través de nosotros. Por ello es imposible mantenerse indiferente ante estas grandes pinturas negras.
En el origen de toda cultura o civilización se encuentra una actitud reverencial que antes de concretarse en negro, en creaciones religiosas o manifestaciones estéticas, se manifiesta como color. Los chinos han representado el mundo como una lucha o combinación de opuestos, expresados en el famosos yin yang, círculo que mantiene el color blanco en equilibro con el negro. Pero no podríamos establecer si el color es el resultado de las organizaciones sociales, producto de la ideología que se genera por el tipo de sociedad y la producción que la sustenta o si, por el contrario, estas son creaciones que han adquirido su carácter al desarrollarse las sociedades paulatinamente, partiendo de esa actitud reverencial del color. ¬

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

Un comentario en “Negro

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