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Syndrome City

Ajedsus Balcázar Padilla

Las noches eran largas en la ciudad y los peligros que se extendían en todo el territorio nos acercaban cada vez más a lo inhumano.
La comunidad hablaba de grandes sectas con cultos satánicos proliferando en los suburbios. Otros decían que los demonios habían salido de oscuros portales en los profundos túneles del metro. Lo cierto era que las investigaciones seguían y seguían, la impotencia de no encontrar culpables definitivos para el conjunto de atrocidades que ocurrían en la metrópolis nos sumía en una pesada incertidumbre. ¿Acaso algún día los intensos patrullajes darían resultado?
No es que todo nuestro trabajo fuera una bazofia, simplemente encontrábamos a delincuentes con delitos menores: robo a mano armada, falsificación de billetes, narcomenudeo y secuestros, mas nunca a los asesinos seriales que abundaban ocultos en quién sabe dónde.
Mi nombre es Horacio Clarke, comandante del FBI en la Syndrome City. Dirijo a un grupo de agentes especializados en investigación delictiva en todo el lugar.
Nuestras jornadas de trabajo nunca terminaban, descansábamos un rato para seguidamente volver a la acción, como robots a la orden del sistema. Nuestro gobierno era indiferente y frío hacia todo lo que pasaba en la ciudad. El gobernador simplemente se jactaba en clubes nocturnos o tomando en su gran mansión, casi nunca atento a las peticiones de los pobladores. Por suerte, su asistente artificial Karina, llevaba la mayor parte de las responsabilidades en todo el sector. Además de comunicarse con nosotros cuando algo se salía de control.
La metrópolis se escondía entre las brumas tóxicas y las luces de neón de los altos rascacielos. Las pocas horas de luz que nos proveía al día eran opacadas por las mismas moles de acero que se alzaban en el territorio. Muchas eran utilizadas por poderosas corporaciones y, otras más, para viviendas de la aglomerada población.
Una noche, se nos había reportado una actividad ilícita en una iglesia abandonada. Un grupo de encapuchados metieron a una decena de personas contra su voluntad. Todas amordazadas y con cintas en los ojos.
Arribamos al lugar lo más rápido que pudimos y, tras forcejear un rato, pudimos acceder por una de las puertas traseras del convento.
—Avancen con cautela —ordené mientras cortaba cartucho y colocaba el silenciador.
Todos los chicos activaron sus gafas de visión nocturna y avanzaron entre los pasillos oscuros. Algunos gritos y gimoteos se escuchaban muy al fondo.
Cerca de las salas de confesión pudimos encontrar a un hombre que apuñalaba a sangre fría a una mujer. Sus brazos se movían repetidamente metiendo y sacando el largo cuchillo.
Dos de los agentes entraron y dispararon al sujeto. Éste se revolcó en el suelo y empezó a gritar. Uno de los chicos le quitó la capucha y otra máscara inusual lo cubría abajo.
—¡Maldito! Pagarás por tus fechorías —sentenció el oficial Ordóñez y le colocó unas esposas.
Tras eso, el delincuente empezó a reír, con una tonalidad que parecía una grabación.
Seguimos avanzando en el lugar hasta llegar a la sala principal. Enfrente de los altares, las personas secuestradas pendían colgadas de una especie de cruz hecha con la madera de las butacas. Todos habían sido apuñalados y sus tripas colgaban. El semblante de horror de los chicos fue más que evidente.
—¿Qué mierdas son ustedes? —preguntó el joven Raúl mientras apuntaba.
Uno de los hombres con una túnica ensangrentada se acercó y habló:
—Somos tus putos dioses, mocoso.
En aquel instante todos los miembros del culto empezaron a reír y alzaron sus brazos al cielo.
—¡Disparen! —indiqué y todos lanzaron una ráfaga de proyectiles ante los criminales.
Pasaron los segundos tal como una marea densa de inconformidad. Hasta que los disparos traspasaron a los objetivos por alguna extraña razón.
—¡Deténgase!
Todos pararon y vimos con intriga cómo cada uno de los seis integrantes de la secta empezó a esfumarse como el vapor. Frente al fuego que se había encendido con las cortinas del lugar, lograba observarse una pequeña brecha de fragmentos luminosos que flotaban como símbolos y números binarios. Tras unos minutos, todos desaparecieron, dejando a los cuerpos sacrificados atrás.
—¡Con un demonio! ¿A dónde se han ido esos cabrones? —cuestionó Pablo Ordóñez, dando vueltas por el convento.
—Seguramente volvieron al infierno —exclamó Raúl Peña, mirando hipnóticamente el fuego que se extendía por las paredes.
Ante la caótica situación, me había quedado sin palabras. Era la primera vez que observamos cómo desaparecían de la escena del crimen. Pero más allá de pensar a dónde habían ido, la verdadera cuestión era: ¿Quiénes eran?
El equipo de forenses llegó al lugar de los hechos y empezó a limpiar y a levantar los cuerpos.
Más tarde un buen amigo, el doctor Aurelio Ocampo, llegó personalmente a analizar la escena del crimen. Mientras paseábamos por los alrededores, me acerqué a él y le pregunté:
—¿De qué forma lógica unas personas podrían esfumarse tan fácilmente? ¿Acaso existe alguna droga que nos hayan inducido?
El hombre ya mayor de edad me observó con sus lentes empañados por humo y se los quitó para limpiarlos.
—¿Acaso observaron cómo sucedió? —preguntó y me observó con intriga.
—Lo vimos, compadre. Todos desaparecieron frente a nuestros ojos. Y lo peor: pude ver un extraño fenómeno visual en el área donde estaban, pues un vórtice de símbolos lumínicos se mecía alrededor de ellos, para finalmente desaparecer…
En aquel instante, algo debió de pasar por la cabeza de Ocampo, pues se quedó en silencio por un momento.
—Es curioso lo que ha visto, comandante. Pero si gusta hablar más tendidamente de esto, podría ir a mi laboratorio. Ahora mismo me es difícil explicar algunos detalles. —El hombre me habló más bajo y observó a su alrededor. Otros forenses tomaban muestras de aquí y allá.
—Me parece excelente, lo veo luego, amigo.
Tras ello me retiré y salí del lugar.
Subí al automóvil y me dirigí a mi departamento en uno de los suburbios más alejados de Syndrome. En aquel instante me sentía con un mal sabor de boca. Más allá de los malditos crímenes que rodeaban a la ciudad, siempre que me alejaba de los compañeros del trabajo y los deberes cotidianos, un terrible vacío acudía a mi mente. Detrás de mi persistencia para atrapar a los delincuentes estaba mi afán de encontrar a los culpables de la desaparición de mi esposa Sara. Ella era una mujer hermosa y despampanante, con grandes pechos y labios carnosos. Cuando conducía sobre los puentes que conectaban las periferias, siempre recordaba los buenos momentos que había pasado con ella. Casi siempre paseaba conmigo y en ocasiones nos estacionábamos abajo de los viaductos y teníamos sexo. Yo acomodaba el asiento y Sara cabalgaba encima de mí. Me encantaba tocar sus anchas caderas. Hasta sus besos sabor a tabaco sabían exquisitos. El duro patrullaje se volvía agradable a su lado y, por un breve momento, toda la oscuridad que bordeaba a la ciudad se volvía más digerible.
“Algún día me encontrarás, mi amor. Sé persistente”, me decía y me regalaba un beso en mi mejilla. Frenaba en seco y, a pesar de ser un hombre duro, algunas lágrimas salían de mis ojos.
“Ojalá estuvieras aquí”, murmuraba mientras ponía mi cabeza sobre el volante.

A la mañana siguiente acudí a los laboratorios del doctor Ocampo. Se encontraban en uno de los rascacielos de la Corporación Sybreed, enfocada en biotecnología. Luego de ascender veinte de los lujosos pisos, pude acceder a su oficina. Algunos extraños cilindros de cristal flotaban en su interior con algunos fetos de animales flotando en un líquido fosforescente.
—Me alegra mucho que hayas llegado —dijo el viejo, mientras encendía un cigarrillo y caminaba hacia mí.
—Buen día, mi estimado. Nunca es tarde para resolver un misterio —dije y lo saludé con un fuerte abrazo.
—Claro, claro. Me alegra mucho verte. Más porque tus observaciones me resuelven una serie de conjeturas que he formulado con el tiempo…
—¿Qué conjeturas?
Aurelio me invitó a tomar asiento cerca de su escritorio y me sirvió un poco de licor en un vaso de cristal.
—Tal vez esto sea difícil de digerir. Pero, como has visto, Syndrome City parece un lugar olvidado por Dios. Asesinatos extraños diariamente, orgías con caóticos sacrificios en algún lugar subterráneo y hasta múltiples desaparecidos que van a parar a quién sabe dónde. —El doctor tomó su copa de un trago y me observó—. Tal como tu extraviada esposa. ¿Cómo se llamaba?
—Su nombre era Sara. ¿Qué tiene que ver ella en esto? —pregunté con incomodidad.
—Tal como me explicaste, aquellos delincuentes del culto en la iglesia se esfumaron después de un torbellino con símbolos extraños. —Ocampo se levantó y caminó hacia la gran ventana que daba al exterior. Algunos rayos caían sobre los rascacielos del horizonte—. Hay cosas que el gobierno nos oculta. Cosas tan desconocidas que se nos prohíbe contarlas con total facilidad. Tal vez te preguntes por qué manejo el equipo forense. En mis visitas a la morgue estatal he logrado ver a los peculiares cadáveres que yacen ahí. Muchos de ellos son enterrados en fosas comunes y hasta en el cementerio. Más allá del estricto rigor mortis que tienen los cuerpos cuando acudes al panteón meses después y los desentierras, he encontrado a muchos muertos con las mismas características físicas que cuando eran sepultados; en otros casos sus cuerpos desaparecen y no son encontrados en ningún lugar…
—¡Carajo! ¿A qué va con eso, doctor?
—Mira, Horacio. Los crímenes en la ciudad son tan alarmantes porque así deben de ser.
—¿Que son normales? —cuestioné.
—Algo así. Mira este mundo. Más allá de ser peligroso, es una maldita farsa. Observa a tu alrededor, las dimensiones de esta ciudad parecen megalíticas, tan enormes que no sabemos realmente para qué son todos estos edificios. Y mucho menos quiénes son todos esos criminales que matan casi por simple gusto. ¿No te parece inusual?
El doctor se quedó mirándome como si quisiera que diera mis conclusiones y, luego de pensar un rato, tenía más preguntas que respuestas.
—No logro entender. ¿Acaso los asesinatos son falsos?
—No necesariamente. Porque para eso estamos aquí. Tú para investigar y arreglar los sitios en donde suceden los siniestros y nosotros para limpiar y regresar todo a la normalidad. Tus registros sirven para aportar datos estadísticos al sistema, pero no para resolver o causar algo significativo en la sociedad.
—¿Me está diciendo que todo mi trabajo es una basura? —pregunté con cierto hastío.
—Para nada, mi estimado amigo. Más bien eres parte de un sistema de tareas en un gran y meticuloso ordenador. Estamos en una simulación ¿Acaso no lo ves? —El hombre caminó hacia la salida y me invitó a seguirlo—. Necesito enseñarte algo.
Luego de caminar por los amplios pasillos de Sybreed, subimos unos pisos más arriba del edificio y entramos en una gran sala con instalaciones de súper computadoras. Algunos paneles holográficos adornaban las paredes, mostrando gráficas y la ubicación de ciertos individuos en una pantalla. Avanzamos un rato, y luego Ocampo desplegó un panel flotante al tocar algunos comandos en su tablero principal, hasta que salió una imagen que decía:

¡Bienvenido a Syndrome City!
Entre y haga matanzas en masa. Viole y mate. Todos los nefastos actos que usted puede pensar se pueden hacer realidad.
Ingresar

—Este edificio no solo sirve para la investigación de criaturas y organismos sintéticos. Toda esta ciudad es un juego.
Observé con total consternación a Ocampo, no podía creer semejante tontería.
—¿Me estás diciendo que todo esto es una gigantesca simulación para enfermos con ganas de matar? ¡Maldita sea! ¿Entonces qué soy realmente?
—Es interesante que lo digas. Tal como muchos de tus compañeros, eres una amalgama de conductas y algoritmos autoconscientes. Es preciso que sigan órdenes como todo en el mundo, pero pueden realizar ciertas evoluciones en tu conducta. Por lo que he visto, has sufrido tanto por la pérdida de tu esposa. ¿Acaso no quisieras volverla a ver?
—¡Claro que me encantaría! Pero está muerta…
—No lo está amigo. Recuerda, todo es una simulación y a algún lado se van algunos de los que desaparecen. Una vez uno de los usuarios que entran a este mundo quiso llevarse a tu mujer, la metió al materializador cuántico y regresó a su mundo.
Pronto una gran cápsula con cientos de electrodos bajó del techo y una de sus compuertas se abrió.
—¿Quieres salir de aquí? —pregunté con inquietud.
—Solamente quiero darte algunas respuestas. Tómalo o déjalo.
Tras aquella frase, caminé hasta entrar en aquel aparato y todos los cables se adhirieron a mi cuerpo. Luego se cerró y una amplia gama de colores y sensaciones sepultaron mi presencia, hasta eliminar toda percepción y llevarme a otro lugar.
De pronto mi composición orgánica se fue materializando con la maquinaria cuántica de otro aparato muy lejos de donde había pertenecido. En aquel momento pude abrir los ojos en otro sitio, en un laboratorio extraño y con el cuerpo sintético de algún androide más allá de lo convencional, con una consciencia propia. ¬

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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