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Tan muerta como yo

Bernardo Martínez

La chica decidió no aceptar que estaba muerta. No es que fuera difícil darse cuenta de que lo estaba; por la herida de la garganta escurría la sangre que alguna vez corrió por su cuerpo, además de que su corazón no palpitaba y sus músculos estaban cada vez más tiesos y fríos, aunque había encontrado que con masajes y botellas de agua caliente podía regresarles cierta movilidad.
Poco a poco se iba inflamando debido a la descomposición, pero también poco a poco fue encontrando la fórmula perfecta de mezcla de perfumes para ocultar el olor. Sí, había mucha evidencia en contra de ella, pero, después de todo, aceptar que estás muerta es un gran paso en la vida de cualquiera. Prefería vivir, o más bien, morir, en negación, seguir haciendo lo de siempre, la rutina y todo aquello por lo que vivía. ¿Acaso no había tantas personas diciendo que el dolor es obligatorio, pero que sufrir es una decisión personal? Quizás lo mismo pasa con la muerte. Darse cuenta de que uno está muerto es fácil, aceptarlo es lo difícil.
Se despertaba como todos los días, aunque ahora era un poco más difícil levantarse de la cama, en especial porque cuando lo hacía debía tener todo el cuidado de no despertar a su novio. Después de todo, él no tenía la culpa de que ella se tuviera que despertar tan temprano. El espejo de la habitación le dejaba ver que su cara cada vez colgaba más de su cráneo, pero aún no se veía mal, con un poco de maquillaje y mucho de tiempo conseguía verse bastante decente. Se vestía esperando que sus carnes cada vez más blandas no se quedaran pegadas en ninguna de sus camisas, ella sabía, después de todo, lo difícil que era limpiarlas y lo feo que quedaban manchadas de los pedazos de carne que a veces se le desprendían. Se preguntaba qué cosmético o qué crema rejuvenecedora podría curar su mal, o si acaso sería mejor la acción directa y comprar cientos de mascarillas de pandas en la tienda coreana ésa.
Tenían un carro, pero ella prefería irse en camión, después de todo, su novio tenía que moverse por la ciudad para conseguir trabajo. Llegaba a la oficina y cada vez le costaba más que el checador detectara sus huellas digitales. Con frío y sin pulso, su piel iba pareciéndose cada vez más al papel de mala calidad que usaban en las impresoras de la oficina. Su escritorio seguía donde siempre; de hecho, ninguna de sus figuritas de vinil había sido movida. Las montañas de trabajo seguían llegando y sus compañeros seguían ignorándola. Una vez, cuando estaba llenando su botella de agua caliente para poder hacer más flexibles las manos, escuchó cómo su jefe les decía a los muchachos “Sí, es obvio que algo está mal con ella, pero prefiero que siga en la oficina, después de todo no me importa si está viva o muerta, sólo que trabaje”.
Por la noche recorre el camino a su casa viendo las calles llenas de mujeres que no estaban muertas, caminando sin preocuparse, o más bien preocupándose de otras cosas. Las ve con un poco de envidia, pensando en lo fácil que lo tenían todas ellas y en lo mucho que envidiaba andar por el mundo sin tener que usar sus botellitas de agua para calentar sus músculos, pero también sabiendo que aquellas mujeres caminando tenían que preocuparse por aquello que ahora era una realidad para ella.
Llegando al departamento debía cocinar. Preparó todo sin problema, aunque ahora le daban más miedo los cuchillos que antes, en especial aquél que aún estaba manchado de su sangre. No le gustaba la idea de lavarlo, pensar que la sangre que alguna vez había estado dentro de ella terminaría corriendo en la cañería debajo de toda la ciudad le provocaba un terror que ningún muerto debería sentir. Le preparó el plato a su novio y se lo dejó frente a la televisión. Él llevaba la misma ropa de ayer, y su olor era agrio, tenía el cabello seboso y no parecía haber salido del departamento. “Pinche situación, está bien jodida, no hay trabajo en ninguna parte”, le dijo mientras masticaba. Ella lavaba los platos mientras él se quejaba; después de todo, haber buscado trabajo lo había estresado mucho y necesitaba relajarse.
Cuando se acostaron, él se subió sobre ella. Intentó evitarlo, pero ya sabía que perdería, si antes cuando tenía toda su fuerza en los brazos no podía evitarlo, ahora que los nervios y los músculos no le respondían, resistir era algo imposible. “Al menos acabó pronto”, pensó ella cuando lo sintió bajarse. “Así me gusta, me gusta cuando eres fácil”, le dijo él, “ya sabes que si te pones difícil me enojo. Después de todo, yo nunca te haría daño amor, sólo quiero estar contigo. Y si no me dejas pues me enojo, tan simple como eso. Así de mucho te deseo”.
Ella no dijo nada, sólo recordó lo que había pasado la última vez que se había negado a tener sexo, cuando él le puso el cuchillo contra la garganta mientras la penetraba, el pequeño desliz que dio su muñeca mientras él se venía, y cómo se volteó para dormir tan pronto como pudo. Podía recordarlo todo: la sensación de hormigueo en los brazos y los pies que era morir, los ronquidos de su novio mientras que ella batallaba para seguir respirando, la sensación de estar muerta sin creer que lo estaba.
Recordar la indignación que era morir al lado de alguien que le importaba tan poco, que se había quedado dormido mientras ella se desvanecía. Pensó en lo mucho que le había dolido y en cómo la mañana siguiente él se levantó como si no hubiera muerto, pensando en que morir era aceptar que su novio la había asesinado. Pero eso no podía ser, después de todo, él jamás haría algo para hacerle daño. ¬

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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