I. A. Galdames
El temporizador apagó la luz. Pude ver las luces de la ciudad, brillando bajo la densa lluvia. Mis tatuajes emitieron luz azul en el cuarto de aquel hospital sucio y antiguo. Coloqué una moneda en la lámpara, junto a unos corceles azules de plástico. Un par de horas más de luz para mi hermana y el otro niño.
La mujer sentada junto a nosotras, asintió su cabeza en agradecimiento. El niño dormía, con su rostro vendado. Yo también deseaba dormir.
Continué leyendo “los ritos de la obscuridad”. Los trineos de los niños bajan por la pendiente de la derecha. Guardé el libro y saqué algunos papeles de mi mochila para intentar estudiar. Por accidente esparcí una bolsa llena de comprimidos cafés. Asustada, traté de guardarlas sin que nadie lo notara. Aunque en esa habitación con cuatro personas estaba sola.
Cansada y somnolienta, tomé un comprimido café. Desperté de inmediato y sentí el caminar irregular de la enfermera antes de que cruzara el umbral.
La señora Estévez se levantó de la silla con esfuerzo. Sacó de su chaleco un rollo de billetes sucios y arrugados. Dejó el dinero en la mesa y apartó la mirada. La enfermera me miró. Hice lo mismo y observé la ventana, trenzando mi largo cabello azul.
Sólo tras recibir un pago extraoficial hizo la ronda. Revisó al niño, le cambió las vendas y luego revisó a Natalia. Revisó signos vitales y sus ondas cerebrales.
—Sigue en coma, pero tenemos problemas. La transferencia no tenía fondos. Tendrá que dejar la cama en siete días.
Ambas la miramos al mismo tiempo. Su rostro inexpugnable me miró fijamente.
—Si deja la cama, morirá. La cuenta tiene dinero. Tiene la cantidad exacta —dije.
—Los costos subieron esta semana. El pago fue rechazado por contabilidad. Si quiere dejarla otro mes más, deberá pagar el dinero faltante más una cuota por morosidad e ingresarla de nuevo con otro mes de garantía.
—¿Qué pasa con el mes que ya pagué?
—Perdido al no pagar la cuota mensual. Debe reingresarla al sistema, pero estará en la lista de espera. Tendrá que hablar en persona con quienes ven el orden de ingreso, pero escuché que hay mucha demanda y pujas muy altas. Si no puede pagar un hospital barato, no creo que pueda llevarla a uno privado donde hay camas disponibles.
La enfermera se fue. Las gotas de lluvia chocaron con fuerza contra la ventana del hospital, mientras las luces de neón de la ciudad brillaban a la distancia.
Esa noche caminé en silencio hacia mi departamento por calles solitarias, silenciadas ante las frías lluvias de verano, con excepción del viento y algunos sobreautos volando entre los edificios lejanos.
Al llegar a casa, el silencio fue aún mayor. En el refrigerador estaba la foto gastada de Natalia, nuestros padres y yo. Ella montaba un pony embalsamado de color azul. Los cuatro sonreíamos.
Había convertido la cocina y el salón en mi laboratorio, lleno de computadoras, alambiques y químicos diversos. Varios hámsteres estaban en coma, conectados a tubos intravenosos.
Destilé un poco de Neocafeína V en una solución transparente. Se lo inyecté a uno de los animales de prueba, pero no despertó, después de tomar otro comprimido de NC IV.
Cuando inspeccioné la fórmula en el cromatógrafo, vi que seguía con trazas de contaminación. Sin destilar la forma pura, no lograría despertar a mi hermana. No podría salvarle la vida. No podría arreglar mi error y la culpa me seguiría carcomiendo cada noche.
Busqué en mi bolso. Impreso en papel barato y con una tipografía gratuita estaban los datos de mi profesor. “Llámame XXXOXXX. Prof. S. Torres”, decía. Miré el reloj. Era más de medianoche. Despertaría a su esposa. Aún tenía seis días. Tal vez encontraría otra forma.
Continué trabajando. Tenía que comprimir un lote completo de mis pastillas nootrópicos de NeoCafeína IV. En tres días tendría un examen. Estudiantes ansiosos esperaban sus dosis. Tal vez debería aumentar mi producción, moverme más allá, pero eso significaría pisar terrenos de la mafia. No, gracias.
Dormí tres horas. Desperté y fui a mi universidad, acerqué mi reloj a la entrada y me descontaron los créditos para poder ingresar. Los vendedores estaban en los pasillos alrededor del patio nevado. Le di un par de comprimidos al guardia y me dejó vender. Mi amiga Clara se apresuró a acompañarme.
El primero en acercarse fue un hijo de puta sin alma, pavoneando sus cabellos naranjas y ondulados, llenos de sebo.
—¿Has pensado en mi oferta? Con gusto vendería tus dulces en el club de mi padre.
—Sólo yo las vendo. A todos menos a ti.
—Las conseguiré de cualquier manera. Siempre hay pobres que me las revenden y ganan más que tú con el lote completo.
Touché.
La campana sonó y lo salvó. Vendí todas mis pastillas. No gané mucho.
—No pensé que las vendería todas hoy. Pensé que mañana las vendería antes del examen —le dije a Clara.
—La prueba es hoy, te confundiste de día.
No había estudiado. Cuando quise abrir la puerta, mi reloj estaba sin créditos. Olvidé transferir créditos de la cuenta médica a mi cuenta personal. No podría rendir el examen.
Clara colocó su pulsera y pagó por ambas. Sentado sobre la mesa estaba el profesor. Alto, delgado y con una barba desordenada. Tenía ojeras bajo sus anteojos y ya estaba quedándose calvo.
Maldito degenerado útil. Me siguió con la mirada lujuriosa, buscando nerviosamente las llaves en su bolsillo, mientras caminaba junto a Clara.
Más tarde caminaba con ella por el parque que separaba la universidad de la ciudad. El único lugar dónde podíamos ser sinceras al final del día. Íbamos tomadas del brazo para compartir un paraguas, mientras la lluvia caía fuertemente entre los altos faroles.
—Necesito un vestido. Ojalá algo… no tan feo —le dije.
—¿Tú? ¿Por qué? ¿Quién eres? ¿Tendrás una cita? Cualquier vestido es mejor que tu disfraz de hacker. ¿Hay alguien de quién no me has contado? Espero que no sea el profesor Sebastián, te vi hablando con él.
Me quedé en silencio. Ella se alejó de mí, mojándose, mientras yo miraba el suelo, avergonzada.
—Sólo él maneja la lista con el acceso a las instalaciones químicas de la universidad, y sólo hay una forma en que haga un tiempo para mí: debo pagar —le dije.
—Está bien. Lo que necesites —dijo animada.
—Eres la única con quién puedo contar.
Sonrió y puso su cabeza mojada en mi hombro, mientras caminábamos en silencio bajo la lluvia, por calles estrechas de adoquines, hacia las altas torres llenas de anuncios de neón.
Desde el departamento de Clara, un automóvil me condujo hasta una cabaña fuera de la ciudad. Incómoda, vestía por primera vez un vestido rojo, además de un enorme abrigo. Me esperaba en la entrada, con un traje a rayas que le quedaba grande y una mirada maliciosa.
De mañana estaba sola y desnuda, tapada solamente por una sábana. La luz del exterior entraba por las persianas semi abiertas, mientras yo fumaba. En la mesa estaba mi pago, su pase para el laboratorio.
Me vestí y salí sin mirar atrás. Tomé otro de mis comprimidos. No podía perder el tiempo. Calculé seis días para encontrar la solución.
No me tomó mucho tiempo volver a la universidad.
—Buen día, señorita. No la esperaba hoy —me dijo el guardia.
En el laboratorio, me apresuré a refinar mi propia mezcla de neocafeína, nootrópicos y otros químicos. De pronto la puerta se abrió de golpe. El guardia de la facultad corrió hacia mí.
—La están buscando.
—Estaré acá todo el día. ¿Quién es tan temprano? Tengo el pase del profesor Torres, no hay problema en que use el laboratorio.
—Es la policía. Hay un detective preguntando por usted. Encontraron al profesor muerto, dicen que fue la última que lo vio con vida. Debe irse. Ahora.
—No puedo. Debo crear un lote puro.
—Trataré de despistarlos.
—Espera. ¿Por qué me ayudas?
—Tengo tres trabajos. Sin sus comprimidos no podría estar despierto. Perdería mi hogar. Perdería todo.
Continué trabajando, pero debido al apuro, la solución en polvo quedó de color azul.
Un detective abrió la puerta de golpe. Corrí hacia la salida de emergencia. Cuando llegué al callejón, logró tomarme del brazo. En ese momento cinco matones lo golpearon y le apuntaron con sus metralletas de barril.
Esa fue la primera vez que vi a Morgana. Vestía un corsé de cuero y botas altas. En su mano sostenía un largo portacigarrillos. La reina de las drogas. No puedes vender un poco de nada sin saber al menos su nombre.
—Tarde como siempre, querido. Es mía. —dijo ella, lanzándole un beso a través del aire.
—¿Un profesor de química muere y tú te apareces? Por qué no me sorprende, Morgana.
—No sé de qué hablas, mi amor.
—Señorita, sólo quiero hablar.
Los cinco tipos levantaron sus metralletas al mismo tiempo. Ella tomó mi brazo y me llevó hacia su aerolimusina. El detective nos miró, mientras nuestro sobreauto se elevaba y el viento sacudía su abrigo y los periódicos del callejón.
Sobrevolamos entre las altas torres de la ciudad. El sol amarillo y lejano iluminaba tenuemente las gigantescas torres.
—Tus comprimidos, por maravillosos que sean, no pueden aparecer en un club de campo de alta sociedad sin que yo lo permita —dijo mientras me lanzaba humo al rostro.
El bastardo revendía mis drogas.
—Te entristecerá saber que tu amiguito sólo podrá seguir vendiéndole droga a los peces.
Mi hermana tenía algunos días para despertar o moriría. El detective me pisaba los talones por el asesinato de Torres y ahora la mafia me tenía en sus garras.
—No tienen que creerme, pero me hicieron un favor. Él quería ser un empresario como su padre, pero sólo revendía lo que le vendo a mis amigos. Cosecha privada.
—Entonces no mentía cuando mis hombres vaciaron sus subametralladoras en él.
—Necesito ir por mi hermana. Hice una nueva droga. Debo sanarla. Por favor. Después puede torturarme.
—Niña, si te quisiera muerta, no habrías despertado cuando estabas en tu cabaña del amor.
—¿Mataron a Torres por mí? Él no significa nada.
—Lo sé. Pero no tuve el placer.
Después de que el vehículo aterrizó en lo alto de un edificio en el mar, parte de la ciudad reclamada por la naturaleza, me obligaron a bajar a una bodega con mejores instalaciones que el hospital y mi universidad juntos.
Ahí estaban Clara, atada, y Natalia, sobre una camilla.
—¿Qué hacen? Ellas no tienen la culpa. Suéltenlas.
Dos matones me inmovilizaron. Tres más me apuntaron. Morgana caminó hacia Clara y le quitó la mordaza.
—Lo siento…
—Tu amiga nos dijo que tu hermana era lo que más te importaba en el mundo a cambio de su vida. El hospital iba a dejarla morir, pero yo preferí invertir en ella. Y en ti.
—Mentira, quedan varios días…
—Ay, cariño. Tus drogas te estropearon el cerebro. Dormiste tres días en tu departamento y tres más en la cabaña.
—Es cierto —dijo Clara.
Morgana se hizo a un lado y los matones me soltaron. Me acerqué a Clara.
—¿Lo sabías?
—Esperaba que pronto… murieras.
Retrocedí.
—Tu amiga vendía una copia barata de tu receta y también le vendía a su amigo mutuo tus comprimidos, para venderlos en el club de campo.
—Clara…
—Es tu culpa. Siempre quisiste tener todo: las mejores notas, ser la más bonita, incluso sin intentarlo, y además me robaste a Sebastián. El único que me miró y tú dormiste con él sin que fuese un problema.
—Terminen con esto —dijo Morgana.
—No. Yo lo haré —le dije.
Saqué una jeringa de mi bolsillo y le inyecté aire en el cuello.
—Ahora puede matarme, pero déjeme salvar a mi hermana.
—Cariño, te estoy ofreciendo trabajo.
Más tarde conecté un sensor neural a mi hermana y le inyecté mi nueva fórmula.
Salió del coma, pero nunca despertó. La máquina captó sus sueños.
Soñaba con caballos corriendo por una pradera elísea.
Mis pastillas la hicieron viajar lejos, muy lejos, sobre corceles azules. ¬
Un comentario en “Todos tus malditos caballos subiendo al cielo”