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Epifanía

Felipe Huerta Hernández

Al maestro Guillermo Samperio, “Guillom” (1948-2016),
por la amistad.

Ayer en el transporte público rumbo al trabajo leí un artículo acerca de animales en el cual decía: “Aún no se sabe si las cebras son animales blancos con rayas negras o animales negros con rayas blancas. Los científicos tienen un debate abierto sobre ello pero lo que sí es seguro es que la alternancia de tonos blancos y negros le proporciona un buen camuflaje contra los depredadores cuando éstos invaden su territorio”.
Ya caminando hacia la oficina iba reflexionando en ello cuando apareció en mi horizonte visual la figura de una niña que me distrajo de mis pensamientos. Desde el momento mismo en que advertí su presencia sentí que me inundaba una extraña energía, aunque no pude explicarme el porqué de tan singular fenómeno.
Crucé hacia la otra acera y entré a un negocio de venta de teléfonos celulares, pues el mío ya casi no tenía saldo disponible. Mientras lo recargaban, podía observar detenidamente a la niña desde la ventana del establecimiento. Por un instante quise adivinar su nombre, pero pensé que eso sería imposible sin preguntárselo. Se trataba de una pequeña indigente que llevaba la ropa sucia y tenía una joroba. Nadie le hacía el menor caso. Todos iban demasiado ocupados como para detenerse a averiguar si necesitaba algo. Justo en ese momento un microbús frenó y, al arrancar de nuevo, una señora que iba descendiendo sufrió una caída estrepitosa girando después sobre el piso como un trompo, para quedar al final tendida e inconsciente en la acera. Al parecer se había roto una pierna. La niña se acercó a la señora y, al tocarla en la pierna con una de sus manitas y en la cabeza con la otra, logró que se recuperara de manera milagrosa. Después de ello la señora se incorporó, se limpió el polvo de su ropa y se marchó deprisa sin siquiera agradecer a la niña, quien sigilosamente y con paso cansino regresó al lugar que ocupaba antes del accidente.
El candor de la niña me conmovió, por lo cual salí del establecimiento y crucé la vía esquivando a un ciclista descuidado que transitaba a toda velocidad. Me acerqué a ella y le di el único billete que me quedaba. La niña se quitó su suéter como para dármelo. Miré de manera fija a sus ojos y su joroba no era ya tal. Lo que había dejado al descubierto el suéter eran un par de blanquísimas alas formadas por plumas de un material etéreo. Las usó para levantar un rápido vuelo hacia las alturas, en dirección al sol, de seguro junto a otras deidades similares a ella.
Una ventisca repentina me sacó de mi embeleso. Seguía yo mirando al cielo, pero el lugar donde se había perdido aquella celestial criatura ahora estaba ocupado por la estatua de un ángel posado sobre la cornisa del edificio, justo entre una escalera de caracol usada como salida de emergencia y un cable telefónico.
Bajé la vista y la pequeña indigente sucia y jorobada seguía ahí con el suéter en su regazo, dándome las gracias por mi gesto. Sólo acerté a preguntarle su nombre…
—Caridad —me dijo y sonrió.
Una profunda tristeza me invadió. No supe qué hacer o decir. Abrumado por lo sucedido le devolví la sonrisa y me retiré del lugar mientras pensaba que todo había ocurrido solamente en mis pensamientos, concluyendo, acerca de mi lectura previa, que no importa si las cebras son blancas con rayas negras o negras con rayas blancas. Al final siempre son, por desgracia, alimento para los leones. ¬

Felipe Huerta Hernández (Zacatlán, México). Licenciado en Computación en la UAM Iztapalapa. Forma parte del consejo editorial de las revistas Espejo Humeante y Anapoyesis: Literatura, arte y cultura. Ganador en varias ocasiones del concurso mensual de minificción de la página Las Historias, de Alberto Chimal. Algunos de esos cuentos se publicaron en el libro Historias de Las Historias, de Ediciones El Ermitaño.

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Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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