Adriana Letechipía
Cuando partió la abuela Pilar, supimos que era definitivo, el mundo cambió de forma irreversible. La última testigo de la antigua Tierra partió y con ella sus memorias.
Nos llamaron a despedirnos. Caminamos hasta su casa, que se encontraba en los lindes de la reserva, nos acomodamos alrededor de su lecho. La abuela era una mujer de 98 años, bastante longeva para su origen. Nació en Sudamérica antes de que desaparecieran las fronteras.
Abrió los ojos, eran oscuros como la profundidad del espacio, su lucidez se había borrado. Sin embargo, un último atisbo de estrellas fugaces asomó. Me pidió que me acercara y dijo sus últimas palabras a mi oído.
Fue enterrada en el bosque entre las raíces de un naranjo como siempre deseó. La depositamos desnuda y encorvada, como cuando nacemos. Los niños se sentaron alrededor para degustar los frutos del árbol. La carne era dulce y jugosa.
El día anterior llovió así que estaban a tope los depósitos de los filtros de agua. Aprovechamos para regar el suelo de su tumba. Poco a poco la mancha verde que era nuestro hogar se extendía más allá de los límites originales. Se necesitan más de cien años para que un ecosistema se reponga, los resultados de nuestros esfuerzos comenzaban a verse.
—Seatia, ven a tomá una bebida con nos —dijo Ubidae mientras me ofrecía lassi. El yogurt que utilizaba lo producía ella misma, le adicionaba mango para endulzarlo.
—Está delicioso —bebí más de la mitad de un solo trago, estaba frío. La partida de la abuela me agotó.
—Vamos a comé, los niños espean.
Nos sentamos a la mesa, fue elaborada con la madera de los primeros sepultados tras la visita. Sus cuerpos nutrían los bosques y éstos nos daban recursos para construir nuestros hogares.
Los vegetales de la ensalada se obtuvieron de los cultivos hidropónicos. Los jitomates eran grandes, de un rojo intenso, las lechugas eran crujientes. Estaban mezcladas con un poco de fruta y miel de abejas de nuestro criadero. Los niños comían felices el brócoli y los guisantes. El plato fuerte: un guisado de setas con cebollas dulces. Nuestros recuerdos colectivos de La Superviviente afloraron para rendirle tributo. Lithrea comenzó a hablar entre bocados.
Nació a los pocos días del descubrimiento de la nave principal, la llamaron Arca de Mariana en honor a la niña que la observó por primera vez.
En aquel tiempo las noticias se daban por medios electrónicos, especulaban sobre sus intenciones y su origen. No faltaron los que pensaron que eran dioses y oraron por la salvación de sus almas. Otros señalaron que era un artefacto del gobierno para crear pánico y distraer la atención de la corrupción, una actividad propia de aquellos días. La nave se acercaba cada vez más, sin que pudieran hacer nada más que esperar. Se intentó dialogar con el lenguaje de las matemáticas, la música y los logogramas, pero todo fue ignorado.
Pasaron años para que se aproximara lo suficiente a la Tierra y provocara una reacción en cadena entre los satélites y la Estación Espacial Internacional. Era el efecto Kessler que tanto se temía y que entretuvo a los científicos durante la primera mitad de la nueva edad de oro espacial. Las comunicaciones cayeron, sumiendo al mundo en mutismo.
La precipitación de fragmentos afectó varias ciudades: Saleic Citi, Foenix, Shihuahua, Gadalaraja. La gran evacuación tuvo lugar. La familia de la abuela se vio obligada a migrar hacia el sur. Después los seres humanos se mataron por el espacio y el agua.
—No imagino un mundo lleno de gente. El bullicio, el caos. Sólo de pensarlo me pongo ansioso —dijo Narciso retorciendo la servilleta de micotex.
—Con suete no veemo nunca eso —respondió Ubidae, su esposa, quien acariciaba amorosamente su vientre, los mellizos se movían constantemente hacia el final del embarazo.
Los niños comenzaron a distraerse y se levantaron de la mesa para jugar con los conejos del jardín. Uno de color negro, especialmente peludo, robó el listón de la pequeña Cyttaria. El calor arreció y la sobremesa dio paso a las bebidas fermentadas.
—¿Alguien quiere mezcal? —preguntó Maydis, se acercó con varios vasitos y una garrafa con el líquido amarillento. Le ofreció primero a Ubidae, ella aceptó gustosa—. Es increíble que puedas beber en tu estado.
—Estos pequeños me dan antojus.
—Antojo —corrigió Narciso—. Yo paso, pero te acepto unos bichos.
Sirvieron platitos de corteza con varios insectos. Las hormigas chicatanas y los gusanos de maguey se daban muy bien durante todo el año. Los criaderos se especializaron en su producción para satisfacer nuestra necesidad de proteína. Los vinagrillos y los chapulines son muy populares también.
En medio del festejo, Ubidae miró las patas de los insectos, relató sus memorias:
Pila ea niña cuando los visitantes bajaon a Tiea. Sus máquinas se alojaon en las pincipales potencias, ean mezcla extaña de metal y enganajes animales, ean como insectos blindados.
Los podeosos tuvieon que unise. Usaon amamento nucleá, peo sólo contaminaon e planeta. La lluvia llevó veneno al mundo. Aún vemos los estagos de la decisión.
Meses de huidas a medianoche, hambe, miedo. Muchas pesonas se esguadaon en los túneles del tanspote subteáneo, peo las máquinas acabaon con los efugios. Así muieon los pades de Pila. Paa viví tuvo que confiá en los adultos que quedaban. Come de los estos de otos.
Ahí fue cuando las máquinas fallaon. Su adaptación fue ineficiente. Los esfuezos paa fojace un hoga fallaon. Las máquinas muieon, los visitantes muieon. Los que quedaon estaban solos y con miedo. Huyeon a las zonas menos habitadas y se convitieon en efugiados, migantes, maginados.
Ubidae sobó su vientre una vez más, los mellizos seguían pateando. Narciso retomó la palabra.
—Las máquinas dejaron depósitos de sulfuro y nitratos, causaron la agonía de varios ecosistemas, el planeta reaccionó como un organismo masivo, atacó lo que no reconocía a través de un sistema ecoinmunológico. Algunas bacterias facultativas lo vieron como una oportunidad para exacerbar su crecimiento.
—O sea, ¿los alienígenas se enfemaon? —dijo la pequeña Cyttaria mientras abría los ojos como platos.
—Se quedaon sin comida, no quesía nada de lo que tajeon en el suelo —contestó Ubidae.
—¿Tú viste a las máquinas?
—No, cuando yo nací ya todo había pasado.
La pequeña hinchó sus cachetes y apuró su calpis helado. Sus lunares se intensificaron con el color que adquirió tras la rabieta.
La noche nos encontró y los niños se durmieron entre el pasto. Los cubrimos con mantas de micotex a pesar de que la noche no era fría. La luna brillaba en cuarto menguante compitiendo por la vista contra los restos de la nave alienígena que aún orbita nuestro planeta.
—¿Alguien quiere más mezcal? —ofreció Maydis agitando la botella con líquido suficiente para otras tres porciones. Ubidae acercó su vaso. Yo me incorporé y tomé limonada fresca. Aproveché para contar la última parte de las memorias.
Pilar creció en un mundo sumamente contaminado. El caos que provocaron los visitantes sólo se vio rebasado por los desechos que dejaron tras su muerte. El suelo eutrófico limitaba el crecimiento normal de microorganismos simbiontes de plantas. Las micorrizas se extinguían, y con ellas el ochenta por ciento de los cultivos.
Los científicos, pocos en ese momento, descubrieron que era imposible usar la tecnología extraterrestre. La fuerza principal de aquellos aparatos eran organismos que jamás crecerían en nuestro planeta.
La pena y la frustración sustituyeron al miedo. Sólo unos pocos sobrevivirían, quizás los más adaptados o los que tuvieran mayores oportunidades de encontrar alimento.
Pero la Tierra, que siempre ha sido un animal salvaje además de gentil, nos mostró que hace falta más que eso para terminar con ella. Por un lado, ofreció varios lugares que se convirtieron en verdaderos oasis donde podría recuperarse lo que quedaba de la humanidad. Por el otro, dio oportunidad para que aquellos visitantes que sobrevivieron lograran encontrar sustento. Plantas híbridas comenzaron a crecer, algunos animales también lo hicieron. La Tierra adoptó a sus nuevos huéspedes y nos demostró que la vida no tiene tiempo para el resentimiento.
Somos los herederos de un mundo sin retorno, y eso está bien.
Los gruñidos de Ubidae rompieron la atmósfera de redención y esperanza. Las manos de los mellizos tensaban la piel de su vientre, las uñas la desgarraban para abrirse paso a través de la carne a este mundo híbrido. Narciso dio un brinco y corrió a buscar la maleta donde guardó las sábanas que cubrirían a sus hijos. Maydis perdió la borrachera o, quizás, agarró coraje para tomar uno por uno a los cinco que asomaban sus caritas moteadas de blanco y naranja.
—Colócalos aquí. —Narciso acercó una canasta lo suficientemente grande.
Ubidae desprendió el resto de su vientre como una bolsa ya inútil y vacía, se acercó a limpiar a sus bebés a lengüetazos, Narciso los cubría amorosamente.
Cyttaria despertó por el ruido.
—¿Ya nacieon los bebitos? —corrió hacia ellos y soltó un suspiro de ternura, cada uno medía lo que uno de sus bracitos.
Maydis limpiaba sus manos con una servilleta mientras sonreía.
—Oye, Serratia. Tengo una duda.
—Dime.
—¿Qué te dijo la abuela Pilar al oído?
La miré a los ojos, ella parecía apenada por la intromisión a ese momento tan íntimo.
—“Bien”, me dijo. “Lo están haciendo bien”. ¬
—
Adriana Letechipía (México). Maestra en Ciencias del IPN. Ha participado en la producción de simposios y programas de investigación. Miembro de la ALCIFF, presidenta de La Tertulia de Ciencia Ficción de la Ciudad de México y coordinadora del Gran Colisionador de Textos Especulativos.
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