Enjambre

Pedro J. Acuña

Se conocieron en una fiesta. Con una seguridad alcoholizada, Héctor se acercó a Karla. Hablaron de cine serie B, italianadas, ciencia ficción de los cincuenta, zombis, Gamera; ella le contó que era fotógrafa y él mencionó su trabajo en un despacho jurídico. Intercambiaron teléfonos.
De regreso a su casa, mientras el taxista hablaba de política, Héctor se preguntaba cómo sería la primera vez que la besara, si sus manos y pies eran fríos, si se vería mejor desnuda que con ropa. Lo único que no le gustó de Karla fue su voz: nasal y aguda. Pero que tuviera un defecto la hacía real, humana. Esa noche, Héctor durmió feliz.
Esperó una semana y le marcó. Quedaron de tomar un café al siguiente día. Estuvo la mañana entera distraído. Le hormigueaban las manos cada vez que se acordaba de ella y se le hacía un hueco en el estómago.
La citó en un café del Centro. Llegó vestida con un cárdigan rojo y unos jeans ajustados; a Héctor le pareció el traje de una termita reina. Comenzaron por preguntas simples: ¿cómo acabaste ese día?, ¿qué tal tu semana?, ¿qué has hecho?
Karla habló de fotografía: tiempos de exposición, apertura del diafragma, sensibilidad de la película, de la falsa superioridad de lo analógico sobre lo digital. Comparó la fotografía con la caza: una buena foto es aquella que se dispara con el cuerpo entero, con el sistema nervioso perfectamente calculado para ponderar, en menos de un segundo, la luz, el encuadre, el momento. Según ella, el fotógrafo otorgaba la eternidad en un disparo.
Mientras hablaba, Héctor creyó ver que se hacía ligera, como si pesara menos que un mosquito. Era más alta que él, con una nariz recta y ligeramente aguileña, ojos grandes y cafés, cara alargada, pelo iridiscente como un escarabajo enjoyado; incluso sus dientes, polillas blancas y perfectas, le gustaban.
Cuando ella se levantó al baño, Héctor se fijó que Karla movía la cadera con un ritmo oscilante y festivo, como el de una libélula. Se entreveía, a causa de los jeans, la piel de su espalda baja, erizada por el frío de la tarde.
Hasta él, un abogado sin pretensiones estéticas, podía reconocer la belleza cuando se le estrellaba en la cara.
Sonrió.
La acompañó a su auto después de tres horas en el café. Se despidieron con un “Nos hablamos en la semana”.
En el trayecto a su casa, Héctor se puso nervioso: ¿y si la aburrió? ¿Qué tal que Karla sólo había fingido por amabilidad y nunca más le contestaría el teléfono? ¿Se dio cuenta de que su risa, desagradable como su voz, lo había incomodado al principio? ¿Estaba saliendo con alguien más? No quería creer en un enamoramiento tan rápido, pero negar lo obvio era de necios. Miró a la gente en la calle: solitarios, cabizbajos, cansados. De la emoción, sentía que flotaba algunos milímetros por encima del suelo. Le dio vergüenza lo cursi que eso era.
Contrario a todo su nerviosismo, Karla aceptó tener una segunda cita con él. La noticia le alegró la semana, aunque dos días salió del trabajo a la una de la mañana. Quedaron de verse el jueves en una cantina al sur de la ciudad. Después de tres cervezas, Héctor le preguntó por sus fotografías.
—Me da pena —dijo con su voz horrible.
—Ándale, déjame verlas.
Sacó su cámara digital.
—A ver si te gustan —apuntó, con la cara roja como una catarina.
Las fotos eran primeros planos de cabezas de insecto. Él nunca hubiera pensado que tuvieran tanta textura, tanto detalle. Y, en especial, que fueran tan expresivos. Una araña parecía burlona; una mantis se veía feliz y satisfecha; una tijerilla insinuaba un llanto; un pez de plata mentía. Estaba impresionado.
Héctor le contó de su fascinación infantil por los insectos, que durante la secundaria quiso ser biólogo pero su papá lo convenció de que eso no era una carrera de verdad. Aún guardaba en su departamento los libros de entomología que compró al terminar la preparatoria.
—¿Qué te parecen? Igual no están tan buenas como las de tus libros.
—Las otras son, no sé, estériles; éstas tienen más vida. Nunca había visto nada tan bonito —respondió Héctor.
No sólo se refería a las fotografías.
Ella sonrió.
Días después, fueron a su primera fiesta juntos. A ella le gustaba tomar vodka con arándano; él sobrevivió la noche con cerveza. Mientras bailaban, se acercó y la tomó de la cintura. La besó y saboreó el azúcar extra que Karla le ponía a sus tragos. Héctor sintió cosquillas, como si una colmena de avispas caminara por su cuerpo. Cuando se separaron se les escapó una risa.
Se mudaron a un departamento a los pocos meses.

Llevaban ya un año juntos y Héctor no podía estar más feliz. Con lo que ganaban les alcanzaba para rentar una casa con jardín y pudieron comprar una sala, una pantalla plana y un estéreo Bose. Todavía no hablaban de casarse o tener hijos, pero él estaba dispuesto a envejecer con ella; empezó a pagar un anillo de compromiso que iba comerse sus ahorros de un año.
Un día, a las tres de la mañana, como era su costumbre de los miércoles en la madrugada, empezaron a hacerlo. Llegaron juntos al orgasmo, uno profundo, con la sólida base de la rutina y el conocimiento de otro cuerpo cual si fuera el propio. En cuanto el semen tocó la pared vaginal, se desencadenó un segundo orgasmo.
Por unos instantes, Karla reveló su verdadera forma: una inmensurable espesura de bichos.
La cara se deshizo en cochinillas color carne; los brazos eran ciempiés unidos como hebras de una cuerda; la piel, formada de cucarachas aplanadas, se separó lo suficiente para se le vieran las entrañas: millones de orugas sustituían a los intestinos. No había huesos: la estructura humana se sostenía por medio de mandíbulas de escarabajos hércules. Los ojos eran una colonia de langostas blancas. Su cabello se reveló como una maraña de insectos palo.
El enjambre, al darse cuenta del error, volvió a unirse. Héctor la aventó y agarró instintivamente una bata.
—¡Espérate, Héctor! —gritó ella.
Héctor se encerró en el baño, sacudiéndose la entrepierna. Unos alacranes cayeron al suelo y desaparecieron bajo el marco de la puerta.
—¡Abre, por favor! —suplicó.
La voz que se escuchó era un canon: hablaba desde quién sabe qué espacio: una jauría de sintetizadores aullaba lascivamente con cada sílaba, como si alguien raspara un pizarrón. Las voces se separaban por una milésima de segundo; cuando la primera iba a la mitad de una frase, la última comenzaba a decirla: una polifonía apenas comprensible.
—Abre la puerta, por favor —dijo el coro invertebrado. Con cada palabra, el siseo machacaba los oídos de Héctor.

Un par de horas después, Karla volvió a tocar la puerta.
—¿Estás bien? —su voz había regresado a ser la nasal y aguda.
—Por favor, vete.
—Sal y hablamos.
Se oía tan tierna.
—Vete —rogó él.
Karla se vistió, tomó su cartera, su celular y salió del departamento.
—Márcame cuando puedas.
Héctor escuchó la puerta cerrarse y no salió hasta que el escozor de la orina desapareció de sus piernas.

Héctor se mudó con sus papás. Cuando le preguntaron por Karla, respondió que se habían peleado, que no sabía lo que iba a pasar. A pesar de lo que había visto, el concepto de terminar con ella le trajo un vacío en el estómago. No mencionó ojos de larvas o piel de grillos, pero empezó a exigir repelente de mosquitos, calidad industrial, gises anti cucarachas en los cuartos, y siempre tenía a la mano un Raid casa y jardín.
Una tarde, su padre trajo jumiles. Al verlos, Héctor cogió su insecticida y bañó la mesa hasta que la lata quedó vacía.
Durante un mes no contestó ni las llamadas ni los mensajes de Karla. Todos eran similares: “Sólo dame una oportunidad para hablar. Te amo”, “Si quieres terminar aquí, está bien, pero vamos a vernos”, “No tires a la basura lo que hemos vivido”, “Me estoy muriendo sin ti”.
La ausencia de Karla empezó a minarlo. El recuerdo de los desayunos que hacían juntos, cómo roncaba, cómo siempre se alegraba cuando lo veía. Su cuerpo, su cara; el sexo en la cocina, el baño, la cama, el balcón. Sus fotografías.
Mató una mosca y se sintió culpable. ¿Qué tal si era el pezón de un niño al final de la cuadra? Cambió de opinión inmediatamente y arremetió, con furia y chancla, contra el cadáver.
Un jueves por la noche, veía el Discovery Channel: pasaban un programa sobre la vida sexual de las babosas; los falos salían de la cabeza y se mezclaban en una especie de flor traslúcida. Así intercambiaban material genético para después, en soledad, parir. Héctor se horrorizó y enterneció al mismo tiempo. Extrañó a Karla y le envió un mensaje:
“¿Dónde estás?”
“En el departamento. Por favor, vamos a vernos. Te extraño muchísimo. Sólo quiero hablar”.
Tardó tres horas en contestar.
“Te veo allá a las ocho”.
“Aquí te espero”.
Aventó el teléfono a la cama. No creía lo que estaba a punto de hacer. Pensó en romper la cita, mandarle un último mensaje y cortar cualquier tipo de relación. No iría por ropa ni por la tele, que se las quedara, no quería saber más de ella. El último pensamiento le tensó los brazos.
Afuera llovía. En el marco exterior de la ventana, vio una mariposa que luchaba por levantar el vuelo: sus alas, agujeradas por el agua, eran de color malva, pálidas y frágiles; le faltaba una pata, y la lengua, antes un espiral perfecto, colgaba de forma miserable.
Héctor tomó una chamarra y salió.
Media hora después, estaba enfrente del edificio. El reloj marcaba las ocho. Saludó al vigilante, tomó el elevador y llegó al octavo piso. Suspiró. Estaba cansado. No sabía qué iba a decir.
Salió al pasillo y caminó hacia la puerta de su departamento. Respiró profundamente y tocó.
Cuando Karla vio a Héctor frente a ella, una cochinilla se descoyuntó de su labio; la retuvo con la mano izquierda. Se quedaron en el umbral de la puerta.
—¡Héctor! —salió el millón de voces seseantes.
La boca de Héctor se llenó de un sabor ácido; aguantó las arcadas.
—No creo soportar esto. Sea lo que sea —dijo él. La miró. Era hermosa. Recuerdos aglomerados en un segundo: lo que esos ojos le habían dicho, las veces que lo vieron con cariño, la mosca a la que le tuvo lástima, las babosas que hacían el amor, la mariposa moribunda en la ventana.
Estaban a punto de llorar; la notó tan frágil, tan perfecta.
—¿Ya no me amas? —preguntó ella.
Ahí estaba frente a él lo que siempre había querido, la persona que lo hacía feliz. ¿Cómo no amarla?
—Sí, pero…
—Sólo eso importa —estriduló el coro de insectos.
¿Realmente sólo eso importaba? ¿A quién o a qué amaba? Si uno de esos bichos se perdía, ¿lo extrañaría?, ¿lo cuidaría de que nadie le hiciera daño? Karla estaba ahí enfrente, fuera lo que fuera, era Karla.
—Sí, sólo eso importa —dijo él.
Héctor sonrió, sincero; no podía negar lo que sentía. A ella se le salió una lágrima de felicidad (que en realidad era una larva traslúcida). Los insectos lo rodearon, cubrieron su cara, sus brazos, se refugiaron en sus oídos. Él los dejó hacer. Un millón de abrazos, un millón de caricias, un millón de besos. ¬


Pedro J. Acuña (Chihuahua, 1986). Maestro en Filosofía y Letras por la UNAM. Autor de Metástasis McFly (FETA, 2015) y La compañía de las liendres (UdG, 2017). Premio Juan José Arreola 2016.

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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