Eloy Caloca Lafont
Sonó la primera trompeta en el cielo, con un estruendo que se parecía más al soplido de una armónica que al inicio de las calamidades. El ángel le dijo: “Ven, mira”. Y Rodrigo (Rockdrigo) González lo vio venir: su habitación se convirtió de pronto en una enorme extensión de tierra, espolvoreada de cultivos incipientes, que se fue llenando con fresadoras, cosechadoras, tractores y arados automáticos.
Frente a estas bestias metálicas, que se exhibían nuevas y relucientes pese al terregal, se reunieron campesinos y presidentes municipales que celebraban el progreso frente a un micrófono, flanqueados por tarimas, mamparas de unicel con logotipos de partidos políticos, globos y una que otra banda local, preparada para aderezar el discurso con el tañido de un sonsonete bailable. Encima del templete, había reporteros y camarógrafos, y poco después, personas que estiraban los brazos para que sus dispositivos móviles captaran el momento preciso en que cada político, jugando a ser un Prometeo con guayabera y apuntador, subía simbólicamente a la cabina de operaciones de cualquier máquina, tras colocarse el sombrero de paja de alguno de los asistentes. Aplausos. Pero, Rockdrigo no se sentía feliz ni cómodo. El Profeta del Nopal, como todos le llamaban, no compartía el entusiasmo de los mítines, porque sabía que la tecnificación del campo no era la mejor respuesta a la pobreza, ni al desplome del precio de los productos agrícolas. La tecnología tampoco traería un mejor reparto de terrenos, ni una reforma agraria, ni mucho menos la justicia social.
Decir que Rockdrigo González era un visionario parece ya un lugar común. Su vida, transcurrida entre los años cincuenta y los ochenta, lo llevó a presenciar la transformación de México, de las políticas del Desarrollo Estabilizador, que prometían llevar la industrialización y el capitalismo a todo el país, hasta los desastres de la globalización. Sin embargo, lo más curioso fue todo aquello que Rockdrigo vaticinó sin alcanzar a presenciar: el asistencialismo propagandista; las revistas llenas de intelectuales orgánicos; la postmodernidad, después de los tratados de libre comercio; y la cotidianidad enajenante y vacía de la era digital, donde no existen fronteras entre las tecnologías de control y las de entretenimiento.
Como poeta (o profeta), Rockdrigo es un analista político, un teórico de economía y un filósofo de la técnica. Entendió que uno de los grandes problemas de nuestra época sería la tragedia de los consumos inmateriales, pues, con el avance de las industrias creativas, las experiencias y los afectos tienen un precio. Por eso, en la “Balada del asalariado”(1984), después de lamentar que no le alcanza para la renta o la alacena, reflexiona sobre la capitalización del deseo: “pagar tus pasos, hasta tus sueños / pagar tu tiempo y tu respirar / pagar la vida con alto costo / y una moneda sin libertad”. Igual, sus letras abordan cómo funcionan los dispositivos de vigilancia y producción —“hacía largas colas llenando papeles / hasta que me decían que luego me hablarían” (“Buscando trabajo”, 1976)— o bien, la precarización —“sin mujer, sin casa, sin trabajo, sin cotorro y sin tienda” (“Amor de teléfono esquinero”, 1992)—. Aun así, el tema central de toda la obra de Rockdrigo es el aburrimiento: esa pérdida de uno mismo que causan las ciudades hacinadas y el cansancio por la explotación. Los ejemplos abundan: “Ella estaba en un jardín de sopor” (“Solares baldíos”, 1986); “te han parado el tiempo / te han quitado la promesa de ser viento” (“Vieja ciudad de hierro”, 1984); o “pasas tus días / siempre a través de la ventana” (“Ama de casa un poco triste”, 1986).
No obstante, y sin dejar atrás sus consideraciones sobre la voracidad de la desigualdad o la monotonía, Rockdrigo tiene deudas importantes con la ciencia-ficción, porque retrata sujetos mecanizados y distopías cotidianas. Es así que una de las canciones cumbres del rockero, “No tengo tiempo”(1986), se vuelve una pieza clave de existencialismo sci-fi: “Manejo implacable mi nave cibernética / entre aquel laberinto de los planetas muertos. (…) No tengo tiempo de cambiar mi vida / la máquina me ha vuelto una sombra borrosa”. Y, de forma similar, el cantante figura, en otro de sus éxitos, el sueño de escapar lejos de las desgracias sociales en un viaje estelar: “Disparado hacia el cielo rumbo a Andrómeda, / vagando por el infinito voy / fastidiado de la guerra y de la explotación / y una historia circular de vicio y corrupción” (“La máquina del tiempo”, 1989).
Aquí, hay que parar. Retomemos ese comienzo sublime en que Rockdrigo era llevado por un ángel hasta sembradíos con aparatos, en una estampa de demagogia campesina. Ya sabemos que el cantante tenía dones proféticos y era afín a las causas justas, medio nihilista y simpatizante de la ciencia ficción. Añadamos a esta radiografía, su habilidad para sostener un imaginario ruralpunk; específicamente, en la canción “Tiempo de híbridos”(1986). Y pensemos, que no se trata tan sólo de un poema ruralpunk, sino del mejor exponente de este género en las letras mexicanas.
Si bien el steampunk (de steam, “vapor”) parte de ficciones especulativas con universos alternos o futuros posibles, donde las sociedades viven en una prolongación tecnológica y moral de la época victoriana, y el cyberpunk esun tipo de ciencia-ficción donde la informática, la robótica y las megaciudades luminosas conviven con corporaciones y gobiernos oscuros, el ruralpunk sería un conjunto de narraciones (o poemas) donde se reflexiona sobre los colapsos económico-sociales o ambientales que trae la llegada de la tecnología a los entornos rurales. Con esta premisa, «Tiempo de híbridos» abre con la descripción de un paisaje que bien podría estar en una ficción de Ray Bradbury o Ursula K. LeGuin, para luego dar paso a una serie de paradojas que, finalmente, terminan con una mordaz sátira sociopolítica.
“Era un gran rancho electrónico / con nopales automáticos / con sus charros cibernéticos / y sarapes de neón”. Hasta este punto, el Profeta parodia cómo el neoliberalismo —un poco posterior al fallecimiento del propio Rockdrigo— ofrece el bienestar del campo con la bandera de la tecnología, pero cae en el absurdo. Automatizar nopales y equipar cibercampesinos sobre caballos robóticos (es decir, los tractores y fresadoras que referíamos al inicio) no supone mejores condiciones para lo rural, sino sólo llenar la naturaleza y la tradición de artificios. Algo tan falso como un sarape de neón: el puro apantalle.
Pero, es en los siguientes versos de la canción cuando se va construyendo la crítica, retomando los temas más recurrentes de Rockdrigo: la miseria, la indignación y el hastío. “Era un gran pueblo magnético / con Marías ciclotrónicas / tragafuegos supersónicos / y su campesino sideral”. Pareciera que la razón de los neoliberales, retratada con el humor de un rayo o campo de energía que cubre paulatinamente el pueblo rural, comienza a convertir a estos personajes (que son tan mexicanos como los arquetipos de un calendario de Jesús Helguera) en sujetos-máquina monstruosos. En mi mente, incluso tienen movimientos entrecortados, esclavizados por los procesos repetitivos de su devenir maquínico. Y es, entonces, cuando Rockdrigo suelta la frase clave, que también servirá como título: “Era un gran tiempo de híbridos”. Ese será el leitmotiv de la canción, pero también de la (pos)modernización de México: el híbrido.
Desde el salinismo hasta una izquierda que sigue arraigándose en las ilusiones de la tecnocracia, los gobiernos contemporáneos de nuestro país ofrecen avances tecnológicos para el campo, pero sin explicar a ciencia cierta para qué. Conforman, como dice la canción de Rockdrigo, “una medusa anacrónica / una rana con sinfónica” y, sobre todo, “una campechana mental”, que es un galimatías de falsedades; un discurso sin sentido. Parten de que el campesinado necesita más aparatos que educación, más vehículos que el derecho a una salud o vivienda digna, y más máquinas que oportunidades. Y todo, porque el gobierno (o en específico, el presidente) se erige como “un gran sabio rupéstrico / de un universo doméstico / pitecantropus atómico / líder universal”.
Los campesinos, con los juguetes tecnológicos del Estado, podrían generar “frijoles poéticos / también garbanzos matemáticos”. Impresionante: Rockdrigo pasa de los objetos técnicos a la ciencia aplicada, adelantándose a la biogenética y a Monsanto. Pero, ¿de qué sirven los transgénicos si, como sigue la canción, “los pueblos son esqueléticos / con sus guías de pedernal”? Sólo se llenan los pueblos de “salvajes y científicos / panzones que estaban tísicos”, en un esquema de pobreza tecnificada. Y, por último, “Tiempo de híbridos”cierra con lo que será su tesis definitiva; el lamento por una situación que aún no ha terminado: “la vil penetración cultural / el agandalle transnacional / el oportuno norteño imperial / el despiporre intelectual / la vulgar falta de identidad”.
Sabemos cómo terminó la historia del ángel y el Profeta. Tras la visión futura de los viles engaños neoliberales, Rockdrigo va y escribe un himno ruralpunk. Pronto morirá, en medio de un terremoto. Sus canciones, incluyendo esa que habla sobre ranchos electrónicos, vivirán por siempre. ¬
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Eloy Caloca Lafont. Doctor en Estudios Humanísticos y Crítica Literaria. Autor del volumen de ensayos Ocio y civilización (Par Tres-Instituto Queretano para la Cultura y las Artes, 2013). Ha publicado reseñas, críticas y ensayos en medios como Tierra Adentro, Diálogos, Traven, TN, Resortera, Vice México, Cine Divergente y Mil Mesetas.
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