Crossroads

Juan Carlos Hidalgo

Prometió que dedicaría hasta el último estertor para conocer el secreto último del arte de tocar la guitarra, pero ella se negaba o quizá más bien los escasos avances se debían a su escasa habilidad y poco talento para dominar la ejecución del instrumento.
Hasta ese punto todavía se consideraba un tipo con una perseverancia a toda prueba, alguien a quien el resto del mundo calificaría como estúpidamente necio, un aferrado que colocó su fe entera en la superchería popular. Y es que, mirado desde distintas ópticas, era un hombre que más bien se encontraba en un lugar entre la pena ajena y el ridículo.
Ya casi no le quedaba dinero para sobrevivir, tenía la ropa raída, un único traje y olía a humedad a causa de las torrenciales lluvias veraniegas que caían un día sí y otro también. A su vieja maleta de estructura rígida y esquineros de metal no la relacionaban los espectadores con un elogio del pasado o un gusto por lo vintage, más bien enfatizaban el cliché del vagabundo; ni siquiera ponían atención en que hacía juego con el estuche de su vieja guitarra. En un momento se hizo de maleta, estuche e instrumento como una decisión propia, un pronunciamiento primero ante sí mismo y luego ante los otros para señalar su vínculo con el pasado. Desde que los compró pretendía hacer ver a los demás que pertenecía a otro tiempo, que estaba en esta dimensión por un capricho del destino. Ahora estaba claro que aquel manifiesto de vida a través de los objetos pasaba prácticamente sin ser visto ni comprendido.
De cualquier manera, pasaba la mayor parte del día dormido y encerrado en su habitación en el centro de Hazlehurst, Mississippi, tratando de reponerse de las noches en vela e intentando huir del sofocante y pegajoso calor que reinaba en la localidad durante esa época del año. Al menos había pagado por adelantado unas cuantas semanas de hospedaje en el entendido de que no iba a ser sencilla ni inmediata la tarea que lo llevó hasta aquel lugar del Sur profundo.
Tuvo una educación más bien mediocre antes de volcarse sobre la guitarra, pero siempre se las ha ido arreglando para averiguar y enterarse de lo necesario. Claro que probó con clases y distintas técnicas; pasó por métodos muy prácticos, aprendió algo de escritura musical y pasó largas temporadas con ejercicios de digitación —le dijeron que lo estrictamente muscular era el problema—, pero a su juicio los progresos no eran suficientes.
Llegó a tocar standards en restaurantes elegantes y también se instaló en la calle para foguearse a pie de acera, pero no aparecía lo que él buscaba; alternó con colegas, tomó clases, hizo viajes para conocer otros estilos. A la conclusión a la que llegaba era que seguía siendo un instrumentista mediocre, un ejecutante completamente gris y anodino.
Pasó otra temporada tocando con partitura y luego saltó a la improvisación pura y dura, pero nada; los avances le parecían insignificantes. La frustración y desesperación se fueron acumulando hasta que en un punto se dejó llevar por lo que tenía claro que era una especie de pensamiento mágico. Hacía tiempo que conocía lo genérico de la historia de Robert Johnson, pero no los detalles, hasta que un día se clavó a fondo en la historia de la guitarra que afinó el Diablo. Consideró que, si la lógica y la técnica no le habían ayudado, no tenía nada que perder por la vía metafísica. ¡La fe y la desesperación mueven montañas! Y también propician viajes que parecen absurdos.
Visitó unas cuantas bibliotecas pidiendo información, dedicó horas de navegación entre diversas páginas y contrastó puntos de vista acerca del encuentro del legendario bluesman con el mismísimo Diablo… hasta llegar a la conclusión de que valía la pena intentarlo y hacer lo propio. ¿Qué tenía por perder?
Encaminó sus pasos mientras se convencía de que aquella noche de leyenda supuso el verdadero punto de inflexión en la vida de Johnson y le sorprendió el siguiente amanecer convertido en el guitarrista más prodigioso sobre la Tierra aun a costa de vender su alma. Alguien le dijo que iba repitiendo en voz alta: todo tiene un precio. No recordaba si fue en una miscelánea o en el banco. Se preparó para el viaje queriendo equiparse a cualquier fanático religioso. Robert ya era su nuevo dios y él un apóstol.
La mayoría de los devotos peregrina hasta Clarksdale, Mississippi, el lugar donde realizó el trato mítico en un cruce de caminos a la medianoche. Algunos textos sobre satanismo le dieron luz de que repetir la fórmula no tendría caso alguno; Belcebú se aparece únicamente una vez en cada crossroad y ese lugar queda ya quemado, por decirlo de alguna manera. La gente que sabe de esas cosas le hizo ver que tenía que provocar el encuentro en otra parte que fuera simbólica y por eso fue que pensó en Hazlehurst, donde la mayoría dice que nació Robert, aunque su biografía es algo nebulosa; él tomó la decisión de ir hasta allí, dado que bastaba con creer que ahí llegó al mundo.
Se instaló en un hotelito hace algunas semanas; ya bien entrada la noche cenaba gumbo y pan de maíz, tomaba un par de bourbons para espabilarse y salía del restaurante siendo casi el último cliente. Le esperaba una larga caminata que consideraba su diario peregrinaje y una preparación para el rito que acompañaba con unas cuantas velas negras, sal y su vieja guitarra. Echaba a andar y llegaba al cruce de carreteras bañado en sudor. Miraba su reloj, preparaba las cosas y a las 11:55 comenzaba a tocar. No quedaba otra cosa que hacer más que desear fervientemente que ocurriera.
Y así sus días transcurrían con una lentitud tan densa que casi se podría cortar. Y así sus noches… tocando para algún conductor trasnochado y rural, y para sí mismo. Sus sesiones se extendían hasta las 3:00 a. m. y si no pasaba cosa alguna, sabía que le aguardaba una buena marcha de regreso hasta el centro y otra sudada.
No tenía otro plan. Del pecho le brotaba una enfebrecida convicción de que sus notas convencerían al diablo para manifestarse. Era testarudo y pensaba que antes de que sus recursos se agotaran algo habría de suceder. Se sabía de otro tiempo y espacio… le valía interiormente sentirse ajeno a este mundo. No se movería, era Hazlehurst y nada más.
De su lado tenía el conocimiento del rito y las seis canciones en las que Robert Johnson habla del diablo; la idea era complacerlo con ellas, seducirlo, pese a que sus versiones fueran muy rústicas. Se empeñaba en poner las entrañas en cada canción, pero especialmente se volcaba en una que dice: «Entierren mi cuerpo junto a la carretera, para que mi viejo y malvado espíritu pueda subirse a un autobús de la Greyhound y viajar«.
Los nulos resultados indicaban que Satanás era totalmente indiferente a su canto por más que entonara “Me and The Devil” yéndole la vida y la muerte en ello. A veces lo interrumpía el ronco sonido de una camioneta de redilas y en alguna otra ocasión los coros corrían a cargo de los sapos que se ponían activos a lo lejos después de la lluvia.
Uno de esos días se levantó temprano, consiguió unos cuantos emparedados de cangrejo y se marchó hasta el panteón municipal de Greenwood para visitar dos de las tres lápidas dedicadas a Johnson (la otra estaba en Quito, otro pueblito del estado), aunque los lugareños ya le habían dicho que ninguna de ellas tenía un cuerpo debajo… todas estaban vacías. Habiendo poco más de 130 millas de distancia, podía ir y venir sin interrumpir su sesión diaria. En aquel paraje tomó su almuerzo, pero se sintió el turista más estúpido que hubiera pasado por ahí. Ya le habían dicho que el músico había muerto envenenado en un crossroad cerca de Greenwood y, según decían, lo enterraron a pie de carretera por allá, sin ponerle una cruz siquiera; nada era concluyente con Robert.
Pero él estaba aferrado a Hazlehurst y el poder añadido a ser el lugar de nacimiento del vendedor de alma. Era un hombre que se apegaba al plan original y cavilaba demasiado un cambio de rumbo. Cada tercer día calculaba sus gastos y el tiempo de duración de su dinero. No pensaba moverse sin que allí ocurriera un encuentro satánico y sus dedos se convirtieran en herramientas para producir prodigios musicales y que su voz pudiera hacer llorar hasta a las piedras. Entregar a cambio su alma era lo que menos le preocupaba… estaba resignado y dispuesto.
Prácticamente no quedaba en el pueblo nadie que hubiera conocido a Robert en persona; ya no les daba a los más ancianos para eso, así que todo era una danza de rumores e historias estafadas. De alguna manera se sentía orgulloso de convertir sus días en un elogio de la perseverancia y de la lentitud; aunque sabía que otros lo miraban simplemente como un necio alimentado por el delirio y el fanatismo. Muchos como él ya habían fracasado en tantísimas ocasiones.
Cada vez comía menos y ensayaba más en su modesta habitación. Salía lo menos que podía y ocupaba el tiempo restante en leer sobre demonología (pidió algunos libros en la biblioteca del lugar). Quizá hacía algo mal durante su convocatoria al maligno y ése era el motivo de que no se diera manifestación alguna; ni siquiera una ínfima señal. Analizaba aquellos tratados con atención… nadie podía culparlo por falta de disciplina y estudio.
Arregló con la tienda de música para resolver alguna inesperada rotura de cuerda a través de una llamada telefónica; así reducía las visitas. Lo que le preocupaba más bien era la repetida mención en los tratados del uso de sangre de jóvenes vírgenes para acompañar a la sal en los trazos de las figuras simbólicas que se requieren para convocar al Señor Oscuro. Hasta en eso dista mucho la historia de Johnson; no hay indicio alguno de que el guitarrista hiciera cosa alguna… ni siquiera aparece algún deseo expreso mencionado en las crónicas y versiones, más bien parece que el Diablo se le apareció porque se trataba de un cliente perfecto, de un negocio redondo.
Se rehúso completamente a la idea de matar a un gato negro o a vincularse con algún burdel para conseguir sangre de alguna meretriz principiante (tendría que ser una recién llegada por necesidad). En aquel cruce de caminos lo que tendría que llamar al Diablo tendría que ser su música y canto más los elementos básicos del rito… nada más.
Los días transcurrían calmos tan sólo importunados por la humedad reinante y las lluvias sin horario fijo. Tuvo que gastar en una sombrilla y un chubasquero pues había decidido no perder una sola noche para buscar que el Diablo atendiera a su llamado. Unas cuantas monedas se le iban también en que llevaran a bolear sus zapatos; si iba a negociar su alma tendría que serlo con el calzado bien lustrado.
Y el tiempo se fue estirando como si fuera pasta de caramelo de regaliz caliente. Él dejó de llamar la atención entre el personal del hotel y en el restaurante en el que cenaba. Se convirtió en una especie de personaje borroso que dejaba un poco de dinero al pueblo. Se le veía desmejorado y cada vez más flaco… hablaba apenas lo indispensable con el personal.
Sabía que su técnica guitarrística había progresado; cada vez tocaba mejor, pero nadie podía comentarle sobre su forma de cantar. Su voz se perdía entre los sembradíos aledaños al cruce de caminos donde se presentaba cada noche.
Si llegaba a sentir que su convicción venía a menos, tomaba la guitarra y se ponía a tocar hasta extraviarse entre las notas y los silencios. Luego tomaba un baño, limpiaba su traje, se vestía utilizando un corbatín de listón y esperaba el momento exacto para ir a cenar. Con el estómago lleno emprendía la caminata que lo llevaría hasta el crossroad y los lugareños solamente lo veían avanzar lentamente por el camino con el estuche de guitarra colgando de la mano izquierda.

El Alcalde del Condado de Leflore ha convocado hoy por la tarde a una rueda de prensa para tocar el tema de la aparición de una segunda tumba en el Cementerio de la Iglesia Little Zion, en la localidad de Greenwood, atribuida, presumiblemente, al músico de blues Robert Johnson, quien falleciera en esta comunidad y que se suma, sorpresivamente, a la otra que se localiza en el cementerio de la Iglesia Bautista Mount Zion, también perteneciente a su jurisdicción (la de Quito, Mississippi, no es de su custodia).
Hace tres días un miembro del equipo de sepultureros se dio cuenta de la existencia de una segunda lápida adjunta a la que ya existía en Little Zion y que está dedicada a un músico de culto que provoca un peregrinaje constante entre sus seguidores. Dado el interés público del guitarrista y su impacto en la comunidad, por la tarde el Condado de Leflore se pronunciará al respecto de este inesperado acontecimiento, dado que, aunque el vox populi asevera que las tres tumbas están vacías, representan un foco principal para el turismo local y la aparición de una tercera en Greenwood, y cuarta en total, resulta inaceptable. ­¬

Juan Carlos Hidalgo (Pachuca). Embajador de Tuzolandia por el mundo. Su novela más reciente es Ya no más canciones de amor (Ed. Gato Blanco). Forma parte del Consejo editorial de Marvin y coordina las colecciones Rock para leer y Tinta sonora. Forma parte de la Red de Periodistas Musicales de Iberoamérica (redpem). Su libro más reciente se llama Una ópera egipcia, poemario a partir de un álbum de Los Planetas.

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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