Diego Castillo Quintero
Los libros son personas, no libros:
cada vez que abres uno,
la persona salta afuera y se convierte en ti.
Ray Bradbury
1
Ella llegó a la plaza por la tarde. A lo lejos, por encima de casas y edificios, miró las nubes: enrojecidas, como incendiándose; pero serenas, ardiendo en calma y sin dolor. Xxxxx sintió un desvanecimiento del cuerpo, un mareo repentino, unas ganas de abandonarse.
Pero ocurrió que mientras el sol se pone por un costado de nuestra existencia, del otro lado hay una llovizna. Entonces ella recobró el gobierno de sí porque ante sus ojos caían copos de luz, e imaginó que nevaba desde el sol. Dejó de escuchar el ruido de los autos y de las personas porque sus lentes se le llenaron de gotitas: su mirada se posó a dos centímetros de sus párpados, pues en sus anteojos ocurría otro espectáculo. Mirar hacia el atardecer era como encerrarlo en burbujas y multiplicarlo.
2
Al escritor se le llena la libreta de gotitas, hace algunas anotaciones rápidas, la cierra y se apresura a guarecerse antes de que la lluvia arrecie. Pero apenas cae una llovizna.
3
Dentro de cada gota, ella ve laberintos circulares y obras de arte todavía no creadas. Entonces, el sol se oculta tras una nube y Xxxxx se da cuenta del imponente paisaje con la lluvia acercándose. De nuevo el mareo, el desvanecimiento.
4
Por la noche la llovizna seguía cayendo, y los copos de luz permanecían en sus anteojos, pero ahora proyectados por las luces del alumbrado público. Era una noche de septiembre, y en esas fechas las luces de la ciudad se multiplican por los adornos de las fiestas nacionales. Xxxxx caminó bajo la llovizna. Levantó el rostro y sintió un cosquilleo en la frente y las mejillas. Sus lentes se tornaron un caleidoscopio y sus ojos no creyeron en la variedad de formas que se le presentaron. La tristeza, que no la soltaba desde hacía meses, podría describirse igual a lo que estaba viendo.
Para cuando llegó a la Plaza Juárez, las piernas le flaquearon ante el espectáculo de luces y llovizna. Su corazón sintió un desasosiego y Xxxxx se echó a llorar.
5
El escritor hace una pausa para fumar. Da algunas bocanadas y vuelve a su texto.
6
Estas flaquezas le comenzaron con el arte. Ella concuerda que el arte es, o debiera ser, la máxima expresión de los sentimientos.
Pero en su caso, le conmueve más la belleza natural.
Xxxxx considera que el arte debe funcionar igual que la naturaleza, con la adición del razonamiento humano, por lo tanto debe generar en el espectador no sólo una impresión, debe causar algún sentimiento: repulsión, disgusto, tristeza o felicidad.
7
El escritor no ha descubierto aún de dónde proviene la tristeza de su personaje. Él, que es narrador y a la vez testigo de la historia, no sabe cuál es el origen de su depresión. Cuando comenzó el cuento, la tristeza ya estaba en Xxxxx, y no se atreve a sacarla de la página para preguntarle por qué sufre.
Pero sí sabe por qué ella siente desmayarse si se encuentra ante grandes cantidades de belleza: padece síndrome de Stendhal.
Al escritor, entonces, se le ocurre escribir de sí mismo, esperando que ella se acerque a charlar.
8
Una vez, ella estaba molesta y triste. Xxxxx, mi personaje, se salió de una línea de mi cuento para reclamarme los malos ratos que le hago pasar. “¿Por qué no me describes más contenta?”, me recriminó.
“¿Por qué aparentas que no te importo?”
Estas dos preguntas no salieron de mí, pero yo tuve que escribirlas. Llorando, mi personaje regresó a la página mientras me decía adiós. Después se echó a caminar por las calles del Centro. Llegó al Reloj Monumental y sintió por él un gran amor porque detrás estaba el sol y al mirar no se quedaba ciega. Xxxxx observó directamente el atardecer y sus ojos resistieron el brillo, pero su corazón flaqueó y ella sintió aquel desvanecimiento.
Xxxxx se dejó derrotar y se fue de espaldas, pero entonces yo, el narrador de esta historia, hago una pausa en mi texto, pongo tres puntos suspensivos… y aparezco repentinamente detrás de ella para evitar que caiga al suelo.
9
El escritor está sentado en un café. Su personaje lo acompaña en la mesa. Ambos beben lo mismo, comparten un solo cigarro y no hay otra conversación entre ellos. Él siente la mirada inquisitiva de Xxxxx, como si ella tratara de adivinar la nueva frase que anotará en su cuaderno.
10
Xxxxx me ordena que suba a su auto. Arranca y me lleva de paseo por Pachuca. Los dos estamos tristes y no tenemos ganas de diversión nocturna. Me lleva a un café deprimente como ella, deprimente como la sombra que tiene debajo de los párpados. Me invita una copa de vino tinto y después se burla de mí al verme escribir en una libreta; dice que tengo toda la pinta de escritor. Se ríe un poco, para y ríe de nuevo. Dice que me veo ridículo mientras los comensales de las demás mesas sonríen y tararean la canción que toca el músico del lugar.
Me descubro humillado por el personaje de mi historia. Me doy cuenta de mi ridiculez al escribir en un café, justo donde todos puedan observarme, “que todos se enteren que eres escritor”, dice Xxxxx. Me siento apenado y antes de cerrar la libreta escribo un punto final.
Mi personaje se levanta de la mesa y se va. Yo me quedo solo, bebiendo un vino que me sabe a clavos.
11
Xxxxx entra a una galería donde se exhibe una muestra de plástica local. Cada obra que contempla le parece peor que la anterior, y peor y peor. Cuando cree que no hallará algo aceptable, en el fondo del recinto descubre un cuadro sencillo. Lo mira. Sólo se trata de líneas negras sobre un fondo blanco, unas más inclinadas que otras.
Es todo.
Pero ella, sombría y ausente como estaba, se vio a sí misma en esos trazos, parte de su vida contenida entre líneas torpes. Y sin poder salir, se sintió presa y su llanto brotó enseguida.
12
El narrador tiene miedo de que la depresión no sea de su personaje sino suya, y que las lágrimas descritas páginas atrás en realidad sean las que debieron brotar de sus propios ojos. Una idea le golpea la cabeza y le entra miedo: hacer que su personaje se plantee el suicidio. Pero si ella menciona esa posibilidad, ¿quién siente, en realidad, el deseo de morir?
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“Qué poco escribes”, me dice. “Ya quiero llegar al final de este cuento. Qué mal escritor eres”. Yo, el narrador, no sé con qué línea responderle, así que guardo silencio y la página se queda en blanco…
14
Mi personaje se niega a restringirse a los bordes del párrafo, a contener el aliento si escribo un punto final, o hacer pausas si yo ordeno una coma. Ella rige en este texto y no las leyes de la gramática. Es definitivo: se me ha salido de control.
Yo decido que Xxxxx debe caminar por una calle del centro. Con mueca de desprecio en la cara, se va por otro rumbo. Entonces ya no sé para dónde va mi historia, porque ella no tiene ánimos de hacerme caso.
15
¡El narrador se enfurece y arroja la libreta en que escrib
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“Es así como descubrí un día que no quería casarme contigo”. Xxxxx arrojó esa sentencia, pero en este texto nadie había hablado de matrimonio.
“No escribas un mal cuento. Si no lo sientes, no lo escribas”. Eso dijo, pero en ningún momento se trató de escribir el mejor cuento del mundo.
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Al escritor se le ocurre un fragmento inverosímil e incoherente con su historia:
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Xxxxx aparece subida en la parte más alta de los andamios que rodean al Reloj de Pachuca, utilizados para su remozamiento.
Repentinamente es el año 2008 y no el presente, como al principio del relato. Del lado norte es de día y del lado sur es de noche; ella contempla un rato el paisaje diurno y otro el nocturno. Xxxxx, entre la franja del día y la noche, esboza una sonrisa de burla y mira desde arriba al escritor patético, sentado del lado oscuro en una jardinera, escribiendo en una libreta mientras las hojas se agitan por el viento.
19
Cuando el narrador levanta la cara para descubrir a su personaje, ella ha desaparecido y sólo queda el barullo del centro pachuqueño y el caminar de la gente. Ahora es de noche y de nuevo octubre en el presente. No hay andamios. El escritor se siente solo, porque se ha vuelto un personaje pensado por sí mismo: escribe que se ve escribiendo acerca de una mujer llamada Xxxxx:
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Yo, el escritor, estoy sentado en una banca junto al Reloj, y se me ocurre que puede ser al mismo tiempo día y noche, los años no me importan, tomo mi libreta, la de abajo, la del personaje y escribo sobre Xxxxx que se burla de mí, miro hacia arriba para descubrir si realmente ella ha estado ahí.
21
El escritor llega hasta donde está el Teatro Guillermo Romo de Vivar. Ve que comenzará un recital de poetas catalanes y mexicanos. Entra cuando faltan 10 minutos para el inicio. Apenas hay treinta personas en un recinto para doscientas. A casi nadie le importa la poesía, se dice, y recuerda que Xxxxx, su personaje, desprecia a los poetas. Si aún no lo ha dicho en su cuento, aprovecha esta página para escribirlo:
22
Xxxxx, que se conmueve tanto con los paisajes naturales y con las escenas que ofrece el mundo, odia a los poetas. Cómo es posible, dice ella, que caigan bien en algún lugar personas tan insoportables, tan convencidas de que su poesía está sobre las otras artes, y crean que sus versos son bien recibidos en donde sea. “Ellos sólo escriben poesía para los mismos poetas, porque a los demás los aburrirían”.
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La lectura inicia mientras él sigue escribiendo. Pero se interrumpe, pues cuando uno de los poetas lee unas líneas donde invoca al fuego, la sala del teatro comienza a incendiarse. El escritor se asombra del poder del verso, pero en realidad se trata de un incendio verdadero y se ve obligado a cerrar su libreta, terminar su párrafo y guardar su bolígrafo lo más calmadamente posible para salir de ahí.
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A esta historia le hace falta intensidad, dice Xxxxx, aburrida de acumular líneas y líneas sin que pase nada, sintiéndose presa en un cuadro sin título y que no conmueve a nadie.
Da un manotazo en el escritorio donde el narrador juega al desalmado, le revuelve los papeles, rompe el bolígrafo en dos y le arroja los pedazos en la cara, para después salir apresuradamente a la calle, donde ve escenas de otros cuentos: una atropellada, un hombre que abraza un suéter rosa, oye blasfemias y ve a otro que no puede parar de maldecir.
Se queda quieta en la banqueta. El escritor ha salido también a alcanzarla. Detrás de ella, en silencio, piensa en un buen final para su cuento:
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—Xxxxx, estoy muy solo, quédate a vivir conmigo.
—Yo no soy el personaje de nadie, Castillo; y no te voy a permitir que hagas de mí lo que tú quieras. Odio este mundo que no has creado porque no eres Dios, pero lo cambias a tu antojo como si lo fueras, sin tomarme en cuenta. No es menos que un pretexto tuyo. El síndrome de Stendhal lo tienes tú, no yo.
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Xxxxx me ha pedido, después de una pelea terrible entre ambos, que borre su nombre de esta historia. Ella en realidad no fue mencionada. He logrado que se quede un tiempo más conmigo, con la promesa de que ella estará en otro lugar, uno más bello y alegre: entonces, estamos a la orilla del mar, sentados en un tronco que se aferró a la playa. Miramos las olas y el sol queda a nuestras espaldas. Y con el ocaso llegan colores que, estoy seguro, no volveré a ver; que incluso el mar trata de imitarlos. En aquella playa, a Xxxxx y a mí se nos mete el atardecer por los ojos y ya no sale. Ella recarga su cabeza en mi hombro izquierdo y dice: “Me siento mal, estoy enferma de mucho de lo que hablas y de lo que yo misma me invento, por favor, llévame con todos los doctores”. ¬
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Este cuento fue publicado originalmente en el libro Las Furias, de Diego Castillo Quintero (Cecultah, 2015).
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Diego Castillo Quintero (Tepeapulco, 1983). Escritor originario de Tepeapulco, Hidalgo. Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay 2007. Ha publicado los libros de cuento: La batalla de las luciérnagas y Las Furias.
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