El árbol de mi balcón

Óscar Peñafiel

Antes de salir de la casa, me fijé cuánto había crecido. Su follaje verde de octubre avanzaba rápidamente por el balcón y casi tocaba el ventanal. La última rama del brazo invasor, que estaba ya sobre la pequeña mesa que ocupa gran parte del acotado espacio, apuntaba hacia dentro del hogar, dando la impresión de querer entrar. Me sonreí burlonamente de mí mismo ante lo idiota de mi ocurrencia, imaginando al árbol entrando en la casa, sentado en el living mirando el televisor.
—¿Crees que debiéramos podarlo? —pregunté a Laura mientras preparábamos las cosas para irnos al trabajo.
—Yo creo que sí, pero si lo dejas así te evitas tener que poner las plantas en los maceteros —respondió ella con la usual ironía que utiliza para causar risa, una maestría del bullying que pocas personas poseen.
—A mí me gusta sentarme ahí bajo el árbol, pero ya está ocupando casi la mitad del balcón. Y este fin de semana sí que voy a comprar la tierra y las plantas, vas a ver cómo queda el balcón con estos maceteros que traje de la feria.
Rematé repitiendo la promesa diez veces incumplida, teniendo claro que abría la undécima, y que los maceteros se mantendrían ahí tal vez por otro mes, esperando a hacerse útiles. Hace varias semanas que Laura me insistía en que hiciera algunos cambios en mi casa, especialmente en el balcón, que, según ella, estaba muy descuidado, poco aprovechado. Que no daban ganas de sentarse ahí, decía siempre. Ni a descansar, tomar una cerveza, desayunar o leer un libro. Básicamente, todo lo que yo hacía con gusto en el caótico balcón, bajo las ramas molestas del ciruelo, con tierra y colillas de cigarro en el piso mezcladas con una que otra pluma de paloma, cachureos varios y algo de arena de la caja del gato que estaba en la esquina, eso sí, siempre limpia, porque será uno un poco desordenado y descuidado con su espacio propio, pero cochino, jamás.
El gran problema, según decía Laura, es que no existe lógica alguna en la forma en que yo organizo la distribución de las cosas en mi hogar. Si me pregunta por qué puse ese librero ahí, sólo puedo responder que es porque necesito un mueble para poner los libros. Pero no existe un criterio estético, espacial, fengshuista o nada. Ni siquiera un criterio funcional muy desarrollado. Irracional, absurdo e ilógico en lo que se refiere al diseño espacial y ambiental, decía. A mí no me quedaba más que reírme y darle la razón.
Desde hace varios años que tengo una relación contradictoria con las plantas. Las adoro, pero siempre las dejo morir. Aunque lo correcto es decir que se me mueren, sin voluntad ni conciencia de ello. He logrado, por momentos, tener varias plantas en el living y en el balcón. Mi favorito ha sido un palo de agua que creció enorme, luego de tres intentos fallidos. Recuerdo también la colección de cactus y suculentas. Hasta armé repisas que pinté de colores. Mi poca destreza manual hizo que las tablas se cayeran antes de cumplir un mes, mandando mi colección al carajo. El mejor momento de mi relación con las plantas, incluía también algunas trepadoras y colgantes, un clásico ficus, un helecho, dos lenguas de suegra, un pequeño aloe vera y un arreglo de pequeños cactus que me regaló mi madre.
El hábito de cuidado me duró poco más de un año. Luego entré en un espiral de malas rachas que llevó a que se muriera poco a poco cada una de las plantas que alguna vez formaron una pequeña selva en mi hogar. Depresión, divorcio y un nuevo trabajo con horarios extensos, sin pago de horas extra, se unieron a la llegada de Chancho, mi gato, para conspirar contra las plantas.
Desde que llegó, a sus tres meses de vida, Chancho tenía una obsesión casi patológica con las plantas. Le mordía las hojas, jugaba con sus tallos, botaba los maceteros y hasta una vez se balanceó de un colgante, cayendo junto a él. Suertudo el desgraciado, no se hizo siquiera un rasguño con los trozos de vidrio grueso del jarro amarillo que había sido convertido en maceta.
Pero donde su obsesión se desataba con toda furia, era contra el árbol del balcón. Un ciruelo que año a año ha venido creciendo para, en un principio, rozar tímidamente los bordes de un costado de la baranda, hasta llegar a ocupar, casi violentamente, como ya les he comentado, la mitad del espacio.
Parado en las barandas, Chancho se daba un festín con las ramas, disfrutando de las bondades que cada estación le entregaba. En verano, jugaba con las hojas verdes, en otoño ayudaba a botar las hojas secas, en invierno roía con furia las ramas desnudas, mientras que en primavera se dedicaba a destrozar las flores a su alcance.
Cada vez que lo veía en esa dificultosa misión primaveral, rogaba al cielo que no fuera a perder el equilibrio y cayera desde nuestro tercer piso, aunque supongo que tampoco debía ser tan grave para un gato caer esos poco más de cuatro metros. Conozco a una gata que suele caerse de un balcón del quinto piso y ha sobrevivido, dejando a su dueña en pavoroso estado de shock. Pero esa es otra historia de gatos en la que no me detendré en este momento.
La cosa es que Chancho, en su afán por maltratar las plantas, terminó dejando muchas de las ramas del ciruelo en estado de permanente desnudez invernal, haciendo que el árbol pareciera sufrir una enfermedad degenerativa que afectaba el crecimiento de la mitad derecha de su follaje.
Cuando salí del trabajo ese día, decidí romper la autoproclamada profecía de la undécima promesa incumplida y me fui directo al vivero que me recomendó Laura, a comprar tierra de hoja y varias plantas, para recuperar el verde que alguna vez acompañó mi hogar. Ayudado por su buena mano, estaba seguro de que esta vez podía conseguirlo de forma permanente y superar el récord de un año y dos meses que me duró la estabilidad del cuidado en mi última buena racha. Además, estaba seguro que en la tarea conjunta de este pequeño trabajo de jardinería, podría convencerla de venirse a vivir conmigo, aludiendo a que mi casa ya no parecería una cueva de bandoleros.
—Por ahora estamos bien así, además no sé si podría convivir con tu falta de hábitos para el cuidado de la casa.
Me repetía cada vez que le decía que se viniera a vivir conmigo en vez de seguir atada a la casa de su abominable tía abuela. Aún no avanzaba en el lavado de loza ni en el orden de la ropa sucia, pero estaba seguro que las plantas podrían ayudar a hacer de mi refugio de ladrones un espacio atractivo para mi doncella. Además, obviamente, de entregarle el total control del diseño espacial.
Al llegar a casa, cargado con dos sacos de tierra sobre los cuales iba una bandeja con plantas listas para ser trasplantadas a sus nuevos maceteros, me encontré con la horrenda escena. El árbol del balcón había entrado a la casa y ocupaba, ya no la mitad del balcón, sino todo el comedor y tres cuartos del living. Imagino que no entró al baño y la cocina porque tengo la costumbre de dejar las puertas cerradas.
Colgando de una de sus ramas estaba Chancho, ahorcado por una delgada rama verde en crecimiento. Otra de las ramas, una de las que había dejado en pleno estado de desnudez, seca y astillada, entraba por su ano y salía por el estómago del desgraciado animal, provocando que las tripas llegaran casi a ras de suelo, y que algunos órganos lucieran desparramados por el piso. Al parecer, el árbol de mi balcón se había ensañado con el pobre Chancho y lo había azotado contra las paredes antes de asfixiarlo y penetrarlo, porque su cabeza estaba desfigurada por diversas hendiduras, y las paredes tenían manchones de sangre, como si el gato hubiera sido utilizado cual pincel en manos de un artista abstracto.
Estupefacto con tan horripilante cuadro, me acerqué, tembloroso y en silencio, al árbol. A modo de ofrenda, dejé bajo sus furiosas ramas la bandeja con plantas y la tierra de hojas. Arrodillado ante su magnánima presencia, me comprometí a reconstruir la pequeña selva de mi hogar, tanto en el interior como en el balcón, a darle a las plantas el debido cuidado, y a podarlo adecuadamente en la temporada correspondiente. En una gran victoria del reino vegetal sobre los animales, me comprometí también a no traer mascotas.
En respuesta, el árbol de mi balcón retrocedió lentamente hasta ocupar el lugar original en el que lo había dejado de ver aquella mañana. Agradecido por la ofrenda, incluso dejó algo de espacio para poder sentarme con tranquilidad en la pequeña mesa, pero entregándome la frescura de su sombra. Antes de acomodarse, dejó caer a Chancho sobre la tierra, transformándose rápidamente en un potente abono que fortaleció enormemente sus raíces.
Justo hoy, según mis cálculos, he logrado superar el récord de cuidado de plantas, y ha vuelto a crecer la pequeña selva al interior de mi hogar. Mientras, afuera, junto a una nueva colección de cactus y suculentas dispuestas en bien sostenidas repisas de colores, el árbol crece dirigiéndose al balcón del piso de arriba, desde donde le ladran frenética y obsesivamente dos ingenuos perros salchicha.
Laura está por llegar, ya he terminado de lavar la loza y he doblado y guardado la ropa limpia en el closet, donde le dejé un espacio para que coloque sus cosas. Ya tiene listo el nuevo, en verdad es el primero, plan de diseño espacial de nuestro hogar. ¬

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

Un comentario en “El árbol de mi balcón

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