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Lo que es, dejará de ser

Omar Hernández Pacheco

Planeta Tierra. Un hombre salvaje se mueve ágil entre la vegetación, está atento. Escapó de su tribu, teme a las represalias del tirano jefe. Pero asuntos más importantes apremian. Suda copiosamente, el clima intertropical provoca esto fácilmente. Por donde se mire hay árboles, lianas y el silencio está ausente, como es propio de las selvas. De cualquier manera, este sujeto tiene una lanza en la mano, presta, a sabiendas de que aquella región a veces es visitada por cuadrúpedos hambrientos. Estos son amarillos, moteados de negro, feroces y siempre viajan en solitario; sus gruñidos acompañados de su musculosa fisionomía son capaces de congelar al más valiente de los hombres.
Intenta no pensar en ellos para controlar mejor el temblor que lo invade junto con el miedo que lo acompaña. Está en busca de su pareja, ella está embarazada y lleva ya tres días desaparecida, pero nuestro hombre no ceja en su empeño por encontrarla, es testarudo. Ella se perdió durante una huida ante un ataque de otra tribu. Estos suelen evitar la confrontación directa, pero son muy ingeniosos a la hora de colocar pozos para capturar a sus enemigos, fijan al fondo de estos troncos afilados. Garantía de muerte a todo aquel que no conozca de memoria la colocación de los mismos.
Tiene la respiración un tanto acelerada, la vista al pendiente de cualquier movimiento repentino y de donde pisa, atento de cualquier superficie que se vea sospechosamente normal. Los músculos poco voluminosos pero fuertes —mismos que le permiten escalar árboles y soportar embates de criaturas feroces— están en tensión, y el sudor recorre su piel curtida por el sol. El temor agolpado en la garganta se confunde con su manzana de Adán, traga saliva constantemente y se aferra a su lanza cuando siente que el miedo es demasiado y empieza a temblar nuevamente. La costumbre de enfrentarse con estos peligros día a día no disminuye su certeza amenazadora. La selva siempre es desconocida a pesar de que se relacione con ella a diario. Siempre algo nuevo subyace.
Percibe un movimiento con el oído izquierdo. Se detiene. No ocurre nada, decide seguir esperando, la tensión aumenta con el silencio repentino. Que las aves y demás animales callen jamás es buena señal. El suelo cruje debajo de él, una jodida trampa. La súbita caída dispara la adrenalina en su sangre y lo hace reaccionar de manera veloz para intentar asirse de algún borde, de algún límite, de algo; intento fatuo. Si acaso consigue disminuir la velocidad de su descenso al tomar brevemente lianas que aparecen durante su caída, pero no más. El descenso parece no tener fin. Por fin cae fuertemente sobre el culo en una superficie semisólida, su cuerpo latiguea provocando que su cabeza azote contra el suelo, antes de desmayarse vislumbra el túnel por el que cayó, alcanza a distinguir muy a duras penas la silueta de un felino amarillento moteado de manchas negras que se asoma al límite de su campo de visión antes de desmayarse.
Garganta seca y conciencia del entorno nulo. Se incorpora con dificultad. La noche canta junto con los grillos de alrededor. Recuerda lo sucedido, se siente afortunado de no haber caído en un foso con picos en el fondo, y más aún si cabe, de no haber tenido que enfrentarse con aquel hambriento animal. El alivio dura poco y su pensamiento se enfoca en su entorno, más en específico al suelo sobre el que está sentado, es muy duro, y liso en muchas zonas, pero no se parece a los suelos de adobe de las casas que suelen rondar su región. Siente temor al pensar en la tribu enemiga, en posible embate próximo. Busca ramas cercanas que le permitan hacer una fogata. No soporta la aprehensión de desconocer su entorno, la oscuridad es profunda y, al parecer, el espacio en el que está atrapado es más grande de lo que imaginaba. Tarda mucho tiempo pero al fin, casi a tientas, logra reunir la cantidad de madera necesaria. Ahora necesita iniciar el fuego, hay piedras varias a su alrededor, toma dos y comienza a chocar la una con la otra para lograr su cometido. Chispa, luz, luz en aumento, fogata, los inicios del hombre. Parece que no hay nadie en los alrededores, quizás no haya caído en una trampa como pensó, se siente más seguro y comienza a relajarse. Se siente nervioso, pero no obnubilado.
Después de un rato se relaja, pues comienza a pensar que no cayó en una trampa del enemigo, y que más bien entró a una región desconocida. No obstante tiene que salir de ahí. Toma un cúmulo de ramas de la fogata y las lleva a manera de antorcha, comienza a explorar los alrededores, el suelo sigue atrayendo su atención. Tan ensimismado va que no nota lo que hay al frente, y repentinamente cae. Azota una y otra vez, rítmicamente. Finalmente la fuerza cinética de la caída cesa, de nuevo se desmaya.
Luz. Es de día. Debió quedar desmayado por varias horas. La luz se nota rojiza a través de sus párpados cerrados. Entreabre los ojos. Sus pupilas se acostumbran gradualmente a la iluminación, y comienzan a mirar lo que hay a su alrededor. Nuestro hombre salvaje se levanta, su cuerpo se olvida de registrar los dolores que lo invaden debido a las repetidas caídas. Se olvida del dolor por el asombro de lo que tiene frente a sí, irreal. Frente a él, iluminado por la luz del día que se filtra por entre numerosos puntos del techo terroso, se encuentra con chozas vastas y altísimas, mismas que en su mayoría están construidas con un material tan sólido como el suelo en el que ha venido azotando, tienen pinta de abandono, de pasado. Hay también artefactos extrañísimos que tienen cuatro ruedas en sus bases, están por doquier en un desorden y olvido fantasmal. Pero lo más presente es el silencio, silencio que invade lo que nosotros llamamos: cuidad.

Este cuento se publicó originalmente en Espejo Humeante Fanzine #2.5

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Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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