La gente de la capital

Mauricio del Castillo

Cástulo Pizarro colocó la maleta sobre la cama y acomodó ropa en ella para tres días con todos los documentos dentro de una carpeta. No era un viaje de placer, de ningún modo. Tenía que aclarar la falta de agua, gas y luz que aquejaba su pequeña casa en la sierra. Estaba seguro que, de seguir así las cosas, no tendría derecho a la cañería y al oxígeno.
―Amor ―dijo Katia desde la cocina―. Ya está el desayuno.
―Ahora voy.
Cástulo cerró el último broche de la maleta y bajó las escaleras. Tenía tiempo de sobra para meditar su justa indignación en el desayuno. Esperaba que algo así ocurriera con las personas que anteponen sus extravagancias a las necesidades del resto.
Katia colocó un huevo cocido en el fogón. El café hervía con quietud en la tetera de peltre. Mientras leía el periódico, Cástulo tomó la taza y bebió de ella. Las muecas en su rostro no reflejaban ningún placer.
―Debes comer un poco ―dijo ella―. Quién sabe qué comerás en días.
―No te preocupes, me llevaré provisiones de la tienda de don Manuel.
―Espero que puedas arreglar todo en la capital. Estoy segura de que los recibos nos darán la razón. Dicen que hay que actualizar el sistema.
El oxígeno, pensó Cástulo. Pueden cortar el oxígeno…
―Yo también lo espero ―dijo él, con las órbitas de sus ojos casi tocando sus pobladas cejas, otorgándole así una máscara de furia que emplearía contra el primer burócrata que se le cruzara enfrente. Sus puños los dejaría al final, cuando no hubiera arreglo―. No me agrada sacar agua del río y bañarme con una bandeja.
Luego de terminar el desayuno, Cástulo volvió al periódico, en un intento por distraerse en otra cosa. Sin embargo, las noticias se encontraban ya en blanco sin ninguna letra en ellas. Acercó el periódico a la luz de la ventana y no logró ver nada. Lo sacudió repetidas veces sin éxito. Tardó minutos en entender: la gente de la capital le negaba ahora el servicio de noticias.
Katia tocó los hombros de su marido, presintiendo su mal humor mientras él se mantenía sentado a la mesa, con las hojas tendidas y sin encender.
―Ya estaremos bien, querido. No tienes por qué preocuparte.
―Me van a oír ―dijo Cástulo, con voz turbia―. Esa gente de la capital me va a oír.
Katia retiró sus manos.

Luego de dejar la maleta en la cinta, Cástulo subió al autobús. Sintió un enorme placer al saber que no había nadie en él. Dormiría a gusto y utilizaría el servicio sanitario sin molestia alguna. Tomaría asiento y esperaría a que el autobús arrancara, con la plena seguridad de que el viaje sería tranquilo.
Cerró sus ojos por unos momentos, escuchando el sonido de su propia respiración. Quince minutos después volvió a abrirlos al darse cuenta de que el autobús no se movía.
Caminó hasta donde se encontraba el asiento del chofer, pero no había nadie en él. Bajó del autobús y se dirigió al módulo de información. Notó también que nadie lo atendía: ni una sola alma recorría la enorme barra con el letrero de tarifas y costos, así como las distancias.
Hizo sonar el timbre con insistencia. Del interior salió un anciano, sosteniendo una taza de café. Cástulo no podía creer lo que estaba viendo: era el único empleado en toda la terminal de autobuses, con el aspecto demacrado y senil, tan desgastado que parecía a punto de despedirse de este mundo.
―¡Santo Dios! ―El anciano reaccionó e hizo caer la taza al suelo―. ¿Qué hace usted aquí?
―¿Cómo que qué hago aquí? Mi autobús tenía que partir desde hace veinte minutos, pero no se ha movido. Ustedes son muy impuntuales.
El anciano lo escuchaba con la boca abierta. Las arrugas alrededor de sus ojos habían desaparecido del asombro.
―Una disculpa, señor. ¿A dónde se dirige, si se puede saber?
―A la capital.
―¿A la capital? ―El anciano se llevó la mano a la boca, como si la palabra “capital” fuese un concepto difícil de entender.
―Sí, la capital. Pagué mi boleto.
Luego de que Cástulo extendiera el boleto, el anciano ajustó sus anteojos y miró con detenimiento. El boleto era real al igual que el pasajero. No se trataba de ninguna ilusión.
―Ya veo ―alcanzó a decir el anciano del mostrador, todavía sin dar el menor crédito.
―Bueno, ¿me va a atender sí o no?
―Claro, señor. Tal parece que voy a conducir ese autobús hasta la capital. Aunque le advierto que no será agradable una vez que llegue ahí.
―Un momento ―lo interrumpió Cástulo―. ¿Qué quiere decir? ¿No pensaba llevarme?
―Tengo que admitir que no, señor. Al menos no a la capital. Es la primera persona en años que piensa realizar este viaje. Verá, ya nadie viaja a la capital.
Aunque seguía alterado, la buena disposición del anciano reconfortaba a Cástulo de alguna forma.
―¿Acaso no hay nadie? Habla como si hubiera ocurrido un éxodo.
El anciano soltó una risa, entre nerviosa y angustiada.
―Nada de eso, señor. Es sólo que… Verá, la gente común y corriente como usted y como yo no tiene nada que ver con ellos.
―Aguarde ―dijo Cástulo, con las manos adelante, encima del mostrador, solicitando una pequeña pausa―. Yo sí tengo algo que ver con ellos. Tienen suspendidos todos mis servicios. Dicen que se trata de un problema de actualización. Caray, es cierto que vivo en la sierra, pero eso no quiere decir que sea un salvaje. Conozco mis derechos.
El anciano pasó una mano sobre su barba.
―Mire, mejor no vaya. Es difícil lo que le voy a explicar, tal vez ni siquiera lo entienda. Créame cuando le digo que usted no tiene nada que hacer allá. La gente de la ciudad sonríe de una extraña manera, como si estuvieran dentro de un anuncio publicitario. No se trata de una sonrisa auténtica, sabe, es algo artificial, una simulación de alegría. ―Adoptó un gesto pensativo y dijo―: Me parece que es a causa de la actualización.
―No sé qué quiere decir. Tengo que ir allá a aclarar todo.
El anciano barrió los pedazos cuarteados de la taza con una escoba.
―De acuerdo ―dijo resignado―. Lo llevaré a la capital. Pero conste que se lo advertí.
Cástulo no respondió. Siguió al anciano hasta donde se encontraba estacionado el autobús. Luego de subir, tomó asiento en el lugar más alejado. Se quedó ahí, quieto, a la espera de que se pusiera en marcha. Expulsó una bocanada de alivio cuando el motor fue encendido. Cerró los ojos mientras el autobús se enfilaba hacia la autopista principal.

Fue despertado al día siguiente con una brusquedad eléctrica. Sintió la descarga de la varita recorrer su cuerpo, como si se tratase de un cable conductor. Soltó un quejido. Lejos de defenderse se retrajo a sí mismo.
Abrió los ojos cuando la descarga terminó. Lo primero que vio fue a dos hombres uniformados. En sus rostros se reflejaba la imagen nítida de un ojo grande, una proyección ocular que no parpadeaba.
Cástulo se estremeció. Tardó en reaccionar y preguntó:
―¿Qué están haciendo? ¿Quiénes son ustedes?
―Son los vigilantes ―dijo el anciano, plantado en medio del pasillo. Lucía preocupado―. Me contactaron antes de entrar a la capital. Tuve que decirles que llevaba un pasajero, un extranjero. Son protocolos.
―Nosotros haremos las preguntas ―dijo una voz metálica. Uno de ellos extendió una mano hacia Cástulo.
―¡No me toquen! ―exclamó el pasajero, esta vez irritado―. ¡No se atrevan a ponerme una mano encima!
―Lo siento, señor ―dijo el anciano, con una profunda pena―. Es el reglamento. No le queda más remedio que obedecer. Esto es la capital.
―Póngase de pie ―dijo la voz del vigilante.
—¡Esperen, yo no hice nada! Solo venía por…
—¡Póngase de pie!
A pesar de los reclamos, Cástulo no tuvo oportunidad de recoger su maleta. Lo subieron a un móvil, con los dos guardas al frente. Sentía frío ahí dentro y nadie parecía escucharlo.
Arribaron al Centro de Detención. Los corredores tenían forma rectangular, muy parecidos a trapecios, y cada uno de los lados estaba lleno de puertas; atravesaban torniquetes, abrazaderas y pasadores. El olor era horrible pese al sistema de ventilación.
Una de las puertas se abrió en un crujido, como si un sarcófago esperara el momento justo para que su propietario saliera y se presentara. Sentía que se encontraba dentro de una tuba, ya que el sonido vibraba en sus oídos.
Más guardias con un solo ojo se encontraban ahí. Le ordenaron que se desnudara. Cástulo estuvo a punto de negarse, pero cerró la boca una vez que le mostraron la varita. En la punta apareció una chispa eléctrica que simbolizaba la magia del dolor.
Cástulo se desvistió y permaneció en ropa interior. Otra voz metálica dijo:
—Quítese la ropa interior.
—¡Esto es un maltrato! Exijo que…
—¡Cierre la boca y obedezca!
Cástulo no replicó, pero cubrió sus genitales con las palmas de sus manos. Hubo un largo silencio, como si el hecho de examinarlo les tomara todo el tiempo del mundo.
La puerta se abrió y en ella apareció una pareja. La mujer vestía de falda y saco, un conjunto ejecutivo de última época. El hombre portaba un distinguido traje azul y un sombrero tipo bombín. Sin embargo, había una forma mecanizada en su andar, como si se condujeran bajo rieles. Los dos giraban sus rostros en lo que parecía ser un ensayo coordinado. Cástulo reparó en el hecho de que eran idénticos: la misma piel pálida, los ojos sin pestañear, la dura y artificial sonrisa. No eran sino una fiel copia proveniente del mismo ensamblado.
La mujer dijo:
—Buenos días, señor Pizarro. Nos gustaría saber cuál es el propósito de su visita.
Cástulo, desde la silla en la que se encontraba sentado, olvidó por un momento su propia desnudez.
—Responda, por favor —dijo el hombre.
Salió gradualmente de su confusión. Sin aclararse la garganta, dijo:
—No tengo luz… ni agua, ni gas. No me han dado una explicación.
Estuvo a punto de insistir en el hecho de que esto se trataba de un ultraje, pero decidió guardar silencio. Temía que de un momento a otro fueran a entrar los vigilantes con su gran ojo.
Frunció el ceño luego de reparar en un detalle.
—Aguarden. ¿Cómo saben mi nombre? Nunca lo mencioné.
—Su ADN nos hizo saber que usted es Cástulo Pizarro. ―La funcionaria de la capital aspiró profundamente. Sus ojos destellaron y sonrió. Ni una sola imperfección. Joven y adorable—. Él es Andy. Yo soy Dolly.
—Ella es Dolly y yo soy Andy.
—Detrás del vidrio se encuentran Dolly y Andy.
Los vigilantes del gran ojo se retiraron los cascos. Debajo se encontraban los mismos rostros, las mismas facciones de maniquí viviente. “Dolly” y “Andy” eran sus títulos. Con la mano saludaron a Cástulo sin dejar de sonreír. Sus rostros delicados y angulosos contrastaban con la corpulencia de los trajes.
—Tal parece que usted no se ha actualizado, señor Pizarro —dijo una de las Dollys, sin alterarse en lo más mínimo.
—Requiere actualizarse —intervino otro Andy— para que disponga de los servicios y otras ventajas.
—Escuchen —dijo Cástulo, suplicando a cada uno de ellos—, sólo aguarden. Yo no necesito actualizarme. Sólo quiero que me repongan los servicios.
—No, no, no, no, no, no…
—No, no, no, no, no, no…
—No, no, no, no, no, no…
—No, no, no, no, no, no… —continuaban sonriendo sin dejar de negar con la cabeza.
Dolly y Andy, Andy y Dolly entraron, seguidos de más Dollys y Andys. Rodearon a Cástulo entre todos sin dejar de sonreír y sin dejar de negar con la cabeza.
Al despertar, le alegró saber a Andy que habían cumplido con su promesa de actualizarlo. No supo muy bien por qué se encontraba ahí, pero después de unos minutos olvidó ese detalle. Lo llevaron al jardín en una silla de ruedas.
Era una mañana luminosa. El sol brillaba sobre el césped y las hojas de los árboles, mientras una suave brisa refrescaba a su paso. Andy se colocó el casco de un solo ojo y notó cuán feliz era.
Esperaba con ansias la siguiente actualización. ¬

*Este cuento resultó ganador del primer Concurso de Cuento de Ciencia Ficción del Festival Semillas 2020, organizado por la UACM.


Mauricio del Castillo (Ciudad de México, 1979). Autor de los libros de cuentos La variable multimillonaria y otros relatos y La nave de la discordia y otras piezas de anticipación, así como las novelas Metástasis mental y El huevo de !Knat. Ganador del primer Concurso de Cuento de Ciencia Ficción del Festival Semillas 2020 organizado por la UACM.

Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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