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La muerte, la tinta

Alma Mancilla

Llegamos a medianoche. La llamada, anónima, daba pocas señas, pero éstas nos bastaron para dar con el lugar: la puerta de la vivienda seguía abierta y el olor que de ahí emanaba no dejaba duda sobre lo que íbamos a encontrar. Al matrimonio lo habían matado con una saña que espantaba. A las dos niñas les habían arrancado la cabeza; los cuerpos, tendidos en el pasillo, eran irreconocibles masas de carne y de piel. Una anciana de cabello peinado en dos trenzas nos miraba desde la cocina; tardamos en darnos cuenta de que también estaba muerta, desde hacía mucho, al parecer.
—¿Y esto, mi jefa? —me preguntó Miguel mientras señalaba aquí y allá lo que de pronto y en la piel de uno de los cuerpos me parecieron párpados o bocas.
Mi segundo de abordo no era del tipo conversador; que dijera tanto tan de pronto era señal de que, incluso para quienes llevábamos mucho en el oficio y habíamos visto de todo, esto daba mala espina: los cuerpos estaban húmedos, como aguados, enmarañados en una posición que nos pareció antinatural. Pese a la flacidez, el de la madre tenía bien grabado el rictus de espanto en la cara. Lo que más nos sorprendió fue que todos evidenciaran eso que al principio tomamos por cortadas, aunque una mirada más atenta (incluso sin la intervención del patólogo) nos hizo darnos cuenta de que se trataba de largas llagas viscosas, casi moradas, que supuraban un icor negro y hediondo. La casa toda olía raro, un hedor repulsivo a pescado en mal estado. Pero la presencia de cuerpos en descomposición justificaba cualquier cosa, y aún no era tiempo de especular. La misma viscosidad oscura que cubría los cuerpos se extendía a lo largo del pasillo, en el piso, en las paredes, en las grietas del cemento. Lo que sea que allí hubiera andado era grande y se había desplazado a placer.
Mientras el perito terminaba de tomar las muestras me puse a inspeccionar el entorno. No encontré nada que llamara mi atención más de lo necesario. Los vecinos ya habían salido a ver de qué se trataba: un par de señoras en bata de dormir, dos viejos muy encogidos, una niña demasiado pequeña para estar despierta a esas horas. No me pareció correcto que la dejaran mirar pero no me metí; el barrio era pobre, peligroso, no sería la primera vez. A la niña le ofrecí una paleta de ésas que a veces cargaba en el bolsillo y a todos los demás los interrogué. Ninguno dijo nada que me pareciera relevante. En algún momento la niña se rio, de mis botas, de mi apariencia, de sólo dios sabría qué.
Me fui a casa con muy mal sabor de boca. En el informe, que recibí el jueves, vi escritas cosas que tampoco me gustaron: los cuerpos de las víctimas habían sido aplastados de golpe y con mucha intensidad. La sangre se agolpaba en ciertos puntos, producto quizá de una fuerte succión. El líquido oscuro del pasillo resultó ser una mezcla de agua, sal y melanina, la misma que encontramos en la que fue la siguiente víctima, dos días después, mismo barrio, pero a espaldas del mercado. Yo llegué cuando mis colegas ya estaban trabajando. Habían tapado los restos con una sábana de cuyos bordes brotaba una mancha parduzca. Puro pellejo y huesos quedaban. Lo que sea que lo atacara había devorado sin piedad. Devorar, claro, no era la palabra justa pero no se me ocurría otra. Salí a tomar aire y afuera descubrí, no sin sorpresa, a los dos viejos de la otra vez. Andaban bastante lejos de casa, aunque no tanto como para que su presencia me extrañara. En ciertos barrios la gente no hace otra cosa que eso: salir, observar, ver a quién mataron esta vez. El viejo vino a mí enseguida, como si sólo hubiera esperado mi aparición:
—Es ella, agente —me dijo—. Tiene que detenerla. Ella no es lo que usted cree.
La vieja se acercó despacito y en su mueca estaba escrito algo que asustaba.
—Usted no se ha dado cuenta. Nosotros no tenemos la culpa. A veces las cosas se descontrolan, algo tenemos que hacer…
¿Ella quién? ¿De qué me hablaban este viejo y su mujer? Iba yo a pedir aclaraciones cuando la niña se acercó. Salía de no sé dónde, con la boca pringosa, el vestido manchado, una extraña malicia en el rostro. Sentí pena por partida doble: por ella, que al parecer sólo tenía a este par de carcamales por familia, y por los viejos, que tenían que hacerse cargo de una niña, tal vez la nieta que algún hijo o hija desconsiderados les había dejado a cargo en el colmo de la irresponsabilidad. Porque era evidente que ellos ya no estaban para estos trotes: el viejo desvariaba, la vieja le hacía segunda, quién sabe si por amor o por mera imitación. Me acordé de mis abuelos, a los que no conocí; por lo que mi padre contaba de ellos siempre pensé que así había sido mejor. Me dieron lástima y les repetí que se fueran, que no se expusieran tanto, que la ciudad no era segura. Tomé nota de sus señas, por si había que llamarlos a declarar.
Esa noche y las siguientes fueron terribles. Soñé tiburones que parían fetos de niño, peces con miembros humanos, seres con garras y plumas. Todos carecían de ojos y jalaban detrás suyo una suerte de cordón umbilical. Nunca había sido muy afecta a las películas de horror, pero al despertar supe que no iba a volver a ver una jamás. Para colmo, esa misma tarde hubo otra muerta. Fue en el parque, con marcas de ventosas por doquier. Pechos, cara, manos, todo en un estado lamentable. Le habían arrancado ojos y lengua, todo desde la raíz. Mientras me alejaba de la escena vi a los viejos en la esquina pero ya no me sorprendí. Inmóviles, esperaban junto a un farol cuya luz les llovía sobre las cabezas y creaba a sus pies una sola y única sombra monstruosa.
—Detén el auto —le indiqué a Miguel.
Me bajé dispuesta a arrestarlos, pero de camino me acordé que no llevaba yo una orden, y de cualquier forma ellos no parecían tener intención alguna de escapar. La vieja, al contrario, me tomó de las manos y me entregó una estampita:
—A ver si le hace el milagrito, agente, pero tiene que tenerle fe.
Era una virgen muy rara: conchas en el manto, algas en las alas, de pie sobre algo que parecía una piedra.
—La niña —susurró el viejo—. ¿De veras todavía no lo ve?
Tiré al suelo la estampita aunque luego lo lamenté. Pura superstición, desde luego. No que yo creyera en santos, vírgenes o diosas, pero las circunstancias no estaban como para arriesgar.
Mi semana fue atroz de todas formas. No podía sacarme de la cabeza lo que me habían dicho los viejos, lo que yo sentía que habían querido insinuar. En consecuencia, ahora veía yo amenazas por todas partes. Nadie me parecía de fiar; incluso mi sobrina, que vino a verme con mi hermano una tarde de ésas, me pareció diferente. Algo le pasaba en los dientes, en los brazos, a lo mejor era que estaba creciendo. Pensé que se convertiría en algo espantoso. Me acordé de mi propia adolescencia, de cómo me fui haciendo mujer, de la forma en que se me acabaron las pocas gracias que tuve de pequeña. Una mañana vomité grumos acuosos que formaron patrones circulares en el agua del excusado. Llamé al jefe, para reportarme enferma.
—Mal día, Estela —me dijo aquél—. El asesino volvió a atacar, y la que mejor lo conoce eres tú.
Más tardé en llegar al lugar de los hechos que en arrepentirme de ello: el cuerpo, en un parque de la misma colonia, estaba destrozado, como si algo lo hubiera masticado, digerido prácticamente antes de regurgitarlo. Por todas partes había manchitas púrpuras, flagelos que se movían en el agua viscosa de los charcos. Algo empeoraba, pero yo no sabía qué.
Entre los que trabajábamos en ello, algunos le empezaron a decir El pulpo, por lo de las ventosas, claro está. A mí la idea de un pulpo que se paseaba por la ciudad me daba más risa que miedo; era como decir Godzilla, Mazinger Z, Calamardo. Creyéndome detective de serie gringa me puse a buscar en la biblioteca para ver qué averiguaba. No encontré nada serio sobre pulpos que mataran gente. Cuentos, esos sí, de escritores de nombres que yo no conocía de nada y cuya lectura enseguida abandoné. ¿De qué me iban a servir esas historias de cualquier forma? Mi asistente dijo que, si quería saber de pulpos, fuera al museo al sur de la ciudad. Yo no me paraba por ahí desde que llevamos a mi sobrina, de eso hacía muchos años. De niña nunca tuve esos goces porque la idea de diversión que mi padre tenía empezaba y se acababa en las tardes de copas, en las cantinas llenas de borrachos, en las palizas sólo porque sí. Pero era mi día libre, así que tomé el Metro y el camión y hasta allá me lancé.
El museo me pareció descuidado, feo, seguro les faltaba presupuesto como en el resto de la ciudad. El tanque de los pulpos estaba al fondo. Me pregunté con quién vendría mi asistente, si tenía hijos, una novia con un niño al que se veía en la obligación de complacer. Los animales (¿qué eran, a todo esto? Peces no, seguro; mis conocimientos de biología de plano andaban muy mal) me miraron desde adentro con lo que me pareció inteligencia, como si quisieran decirme algo que no entendí.
Entonces, casualidad o consecuencia, aparecieron los viejos. Los hallamos en su casa, al otro día, a dos calles de aquel primer lugar. Ya se habían llevado los cuerpos cuando me puse a mirar el entorno: fotos por todas partes, criaturas espantosas, ilustraciones de animales negros, rojos, con probóscides que resplandecían en la oscuridad. Libros de biología por doquier. Tanques llenos de algas que apestaban. Algunos diplomas de universidades de las que yo nunca había oído hablar. El viejo, por lo que deduje, debía haber sido alguna vez alguien importante, quizá un antiguo profesor caído en desgracia. Allá, al fondo del cuarto, brillaba una suerte de altar donde reconocí a la virgen de la estampita acompañada de un ser de una especie que no debería existir. Y ahí, en la penumbra del cuarto, estaba ella, por supuesto, la niña, quiero decir. Tenerla enfrente fue de pronto como descorrer el velo, atisbar en lo prohibido, ver cosas que uno no sabía que ahí estaban. La muerte, la tinta, pensé, no sé por qué.
—¿Qué eres? —le pregunté, sabiendo que no habría respuesta.
Ella sonrió, sacó la lengua, giró la cabeza como en las películas de posesas y avanzó de espaldas en mi dirección. Sin creer en el diablo ni en esas tonterías igual me persigné. Algo en la niña tronó y se retorció, y cuando abrió la boca le brotó un tentáculo viscoso, negro, con algo ganchudo en la punta. Estuve a punto de gritar, pero me aguanté. ¿De qué, si no, serviría haber sido policía por tantos años? ¿De qué, pues, haberse preparado siempre para lo peor? Porque a una le debe tocar algún día, y nadie dirá que yo me rajé. Pensé con cansancio en mi padre, en mi departamento barato, en los hijos que no tuve ni iba a tener. Pensé en esta ciudad de mierda que de todas formas se moría. Entendí que tarde o temprano esto estaría por todas partes, poco importaba lo demás. Lo que de la boca de la niña salía reptó entre los muebles, se deslizó por el suelo, se alzó inmenso en el aire en un movimiento tenaz. De afuera alguien gritó: Jefa, ¿estás bien, Jefa? ¿Nos necesitas?, Jefa, abre la puerta ya. Yo cerré los ojos y fingí no escuchar. ¬

Alma Mancilla (México) Escritora. Su obra ha sido merecedora, entre otros, del Premio Nacional de Cuento y Poesía Benemérito de América (2001), del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (2011), del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero (2018) y del Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola (2022).

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Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

2 comentarios sobre “La muerte, la tinta

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