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Singularidad

Anezly Ramírez

…Apenas había logrado avanzar un cuarto de camino y ya comenzaba a sentir un poco de presión. Hasta ese momento, el traje no había mostrado fallas y por eso creí fielmente que resistiría, después de todo, era lo más desarrollado que pudimos crear aun sin la ayuda de nuestros registros. Técnicamente no debía de haber ningún problema, pero fue mejor ser precavida. Apenas había sobrepasado la profundidad que normalmente exploraba y, desde ahí, ya sólo se sumergían las buceadoras más experimentadas. Aunque el entorno todavía me parecía familiar porque siempre se me dio por desobedecer algunas reglas. Me preguntaba miles de cosas en ese momento: ¿Del otro lado, en la singularidad, habrá alguna otra civilización más desarrollada que nosotras?, ¿podría comunicarme con ella?, ¿sería posible que en esa otra civilización los seres masculinos fueran igual de agresivos que los retilis? Me ilusionaba pensar que, en caso de existir, tal vez en ese otro lugar si podrían convivir con tranquilidad entre tribus, y entonces la palabra existir resonó en mi cabeza. Me pregunté si existiría, siquiera, alguna otra civilización. Cuando una se ve sola y lejos de casa, lo único que queda es perderse en la esperanza porque es el único hilo que te ata a la realidad. Tenía miles de preguntas, pero sabría sus respuestas hasta cruzar del otro lado y primero debía asegurarme de llegar al punto.
Sumergirme en ese sitio era como viajar a otro mundo, de hecho, era fácil pensar que ya había cumplido mi misión por tan sólo intentarlo. Pero debíamos escapar y, aunque soy firme con mis decisiones, me sentía bastante nerviosa. En la superficie, esa sustancia se mostraba como un líquido ligero y suave que se ondula con el viento pero, desde esa profundidad, ya comenzaba a sentirse su densidad. Para nuestra tribu, las manyis, esa sustancia que cubría casi todo el planeta era inofensiva, y a menos a que permaneciéramos mucho tiempo sumergidas, podía asfixiarnos o incluso podía suceder que algún depredador, de esos que habitan ahí, nos cazara. Sin embargo, para los retilis tocar o beber de esa sustancia que habíamos llamado agua, les carcomía su piel escamosa como si de un ácido se tratara.
Pero continúo con mi relato: Yo seguía hundiéndome y aún no me había encontrado con alguna mantya, eso fue raro porque solían vagar en esas profundidades. La primera vez que vi una fue cuando mi madre y mi abuela me explicaron sobre nuestra naturaleza y nuestra reproducción. Hasta ese momento entendí por qué ellas eran llamadas nuestras ancestras y el por qué les debíamos tanto respeto y hasta nuestro nombre como tribu. Al principio pensé que sólo era como una de esas aves en forma de triángulo que volaban alrededor de las esferas flotantes que los retilis nos obligaron a construirles, pero me di cuenta de que no tenían plumas, sino una piel lisa y sin escamas que parecía ayudarles a moverse con mayor fluidez dentro del agua. Desde entonces comprendí un poco más sobre nuestra propia historia y sentí un profundo respeto. Entendí que nosotras fuimos determinadas por ellas. Las llamamos mantyas, aunque seguimos sin saber si fue la manera más adecuada de nombrarlas pues nuestra comunicación nunca fue directa.
Cuando las mantyas se sentían en desconfianza, soltaban una tinta negra que, aunque no podía asesinarnos, nos dejaba manchadas por días enteros, y en lugar de tener nuestro tono rojizo natural en la piel, nos veíamos de color negro completamente. Esa misma tinta negra podía asesinar a los machos de su especie, pero ellas decidieron no usarlo como arma en contra de ellos a pesar de lo violentos que eran al aparearse. Ellas prefirieron apartarse en lugar de asesinarlos. Tal vez es nuestra propia naturaleza como féminas, tal vez fue que lo aprendimos de ellas, pero nosotras, estando verdaderamente conscientes del dolor y el sacrificio, nunca habríamos de usar agua para matar algún retilis.Haré una pausa para que reflexiones un poco: ¿Puedes creer que esa tinta matara a los machos, pero a nosotras como hembras sólo nos manchaba? Es sólo para recordarte que en nuestra naturaleza no está el asesinarnos entre nosotras.
Seguiré contándote: estaba a mitad de camino y todo se había vuelto más oscuro. Los rayos de nuestra estrella prácticamente no llegaban hasta esa profundidad, pero aún lograba distinguir algunas formas. Sabía que en unos cuantos metros más de profundidad tendría que prender la lámpara incluida en mi traje. Si te soy honesta, nunca imaginé que las eruditas me elegirían. Lo deseaba profundamente, pero también estaba muy asustada. Hasta ese momento, nada en el agua fue tan complicado, sin embargo, comenzaba a sentir mucha más presión sobre mi cuerpo. Puede que la carga de mi responsabilidad era la que ejercía esa presión. ¿Podría llegar al punto?, me preguntaba a cada metro que descendía. Dentro, en mi traje, traía conmigo el mayor tesoro de nuestra tribu. El secreto que nos mantuvo vivas por tanto tiempo se encontraba en mi vientre en forma de huevecillos que eclosionarían en el viaje y engendrarían seres vivos. ¡Mírate!, ojalá pudieras ver la sorpresa en tu rostro. Sé que te lo estás preguntando, y la respuesta es sí, somos ovovivíparas.
Recuerdo que antes de llegar al punto, mi memoria fue en retroceso a situaciones muy específicas de mi vida y una pregunta más hacía eco en mis entrañas: “¿Por qué quieres hacer esto, Lil?” Mi madre nunca entendió por qué quería enlistarme para formar parte de las eruditas. “Tú tienes todo el potencial para formar parte de La admonición. ¡No me vengas con que quieres ser una erudita!”, decía. Ya desde aquél entonces me he preguntado por qué insisten en que debamos ejercer todo eso en lo que se supone que somos buenas. No es que diga que soy la mejor porque siempre estamos en constante aprendizaje, pero en ese entonces no podía evitar pensar por qué estábamos obligadas a seguir el mismo régimen si era tan evidente que todo estaba mal.
No me hagas mucho caso, pero pienso que comencé a hacer ese monólogo interno porque la oscuridad que me rodeaba me hacía entrar en pánico y hacer ese recuento en mi cabeza me ayudó a conseguir voluntad para seguir adelante con la misión. Te explico que, en palabras simples, la admonición era un gran grupo selecto entre nosotras que estudiaba y filosofaba sobre nuestras conductas como tribu, pero nada en sus normas y leyes, que nos rigieron por tantos años, nos llevaron a liberarnos de los retilis. En cambio, nosotras las eruditas, encontramos el punto en las profundidades del agua. Un punto rodeado de un campo gravitacional muy particular que, al estudiarlo más de cerca, vimos como un atajo que quizá nos ayudaría a salir a cualquier otra parte del Universo, pero no lo sabíamos con certeza, y es por eso que a ese otro lado lo llamamos singularidad. Nuestra intención, en todo momento, fue hallar un lugar fuera de los dominios de los retilis para así poder escapar tal como las mantyas lo hicieron. Decidimos buscar una alternativa a la guerra y a lo que se había convertido en mera supervivencia.
En esos momentos pensaba que, si tan sólo pudiéramos unir nuestra inteligencia y audacia, junto con la fuerza abrupta y afilados dientes de los retilis, habríamos sido una gran especie, pero nunca pudimos llegar a un acuerdo y la guerra tampoco estaba dentro de nuestros principios, además de que nuestra baja estatura no es adversaria para un caimán evolucionado. Ningún tratado de paz propuesto por la admonición funcionó. Para ellos siempre fue sencillo: en cuanto no seguíamos una orden o notaban que hacíamos algo que no pedían para su beneficio, nos masticaban y devoraban como si fuéramos otra presa más. Como si fuéramos otro eslabón en su cadena alimenticia.
Las más viejas y sabias de la admonición nos contaron que el planeta, antes de llenarse de agua, era un lugar con tierra firme donde las especies más primitivas convivían según las leyes de su propia naturaleza. Nosotras y los retilis éramos los más avanzados en cuanto a inteligencia. Sin embargo, ya desde aquellas épocas, ellos nos cazaban para comer. Conforme pasó el tiempo ambas especies evolucionamos a un ritmo más o menos parecido. No diría que los retilis eran monstruos sin cerebro, pero por alguna razón nosotras enfocamos nuestro desarrollo a la ciencia y a entender el mundo, y ellos, por el contrario, se limitaron a usar esa capacidad cerebral y su fuerza bruta para seguir cazándonos y utilizarnos como alimento. Cuando ellos devoraban carne, nosotras aprovechábamos las bondades de los frutos de cada árbol y hacíamos grandes manjares con hierbas marinas.
Siguieron pasando los años y algo cambió en el planeta. Algo desestabilizó su orden natural y de pronto todos los glaciares de los polos se derritieron inundándolo poco a poco. Al notar esto, los retilis propusieron a la admonición unir fuerza e intelecto para construir una metrópoli en el cielo donde al fin pudiéramos convivir en paz, pero todo fue una trampa. Aunque por varios años se privaron de comernos, en cuanto todo estuvo terminado comenzaron la sangrienta cacería. Empezaron por comerse a todas las ingenieras que diseñaron la ciudad y luego resguardaron toda la planeación y desarrollo de nuestra propia tecnología. Sobrevivimos como pudimos en el agua creando una pequeña aldea navegante, alimentándonos únicamente de hierbas marinas, pero fue como construirnos nuestra propia prisión. Diariamente nos vigilaban y vivíamos a expensas del próximo ataque. Aunque nos movíamos constantemente de sitio, siempre nos encontraron. Yo creía que comernos a todas no era lo más conveniente para ellos, pero su apetito era voraz y quedábamos pocas. También nos asustó que descubrieran cómo nos reproducíamos porque, aunque no llegamos a verlo, teníamos miedo de que nos redujeran a simple alimento fabricado. Todo esto nos llevó a buscar un escape dentro del único lugar que nos había brindado un hogar: el agua.
¡Pero qué cosa! ¡Me desvié otra vez! Te sigo contando: llevaba más de la mitad del camino recorrido y ya estaba completamente oscuro. Entre tanto pensamiento olvidé encender la lámpara del traje y en lo que busqué el interruptor, me pregunté si los retilis ya se encontraban comiendo otra vez. La vida de mi familia estaría en riesgo por siempre, pero confiaban en la supervivencia de nuestra tribu. La admonición nunca dio un mejor discurso. Y es que no importa el sacrificio de unas cuantas, si hay una pequeña oportunidad para sobrevivir como especie todo el riesgo valdría la pena. Así que salté al agua siendo la única que se había fecundado ese año, ya estábamos perdiendo esperanza.
Entonces, cuando encendí la luz, se me mostró un paisaje horripilante. Alrededor vi un cementerio de mantyas. No flotaban, se quedaron debajo como atadas por algo desconocido. Después me expliqué que no era más que aquel campo gravitacional el que las mantuvo en las profundidades. ¡Ya estaba cerca!, pero aun así no lo entendía. Mi respiración comenzaba a acelerarse y me dio miedo terminar con el oxígeno de mi traje. Reconocí entre todas ellas a mi segunda madre, aquella vieja mantya con la que me explicaron nuestro proceso reproductivo, la que me enseñó a valorar el sacrificio, la que me permitió fecundarme después de ser ella la que recibió los maltratos de algún macho de su especie. Encontré sus cicatrices en mí vientre. Mis lágrimas brotaron a chorros y hasta entonces supe que debajo del agua, en medio de la oscuridad, el líquido de nuestras lágrimas es fluorescente. No lo sabía en ese momento, pero ahora entiendo que mis sentimientos fueron una ofrenda de luz en ese oscuro vacío. Nunca supe por qué, pero los caimanes marinos devoraron a nuestras ancestras. Pensé que nuestro destino estaba escrito desde aquellos tiempos, pero aún estaba en mis manos cambiarlo.
Los caimanes marinos comenzaron a atacarme. Agujeraron el traje en mis piernas y en mis brazos. Supe que el tiempo se agotaba y en medio de tanta angustia y mezcla de sentimientos, encontré el botón diseñado para ese estado de emergencia. Al presionarlo, ondas ultrasónicas se enviaron para esparcirse por el agua y ahuyentarlos. Su única forma de visión fue su punto débil. Comprendí que lo que pasó fue que ellos las atacaron para poder comer, pero nunca podré entender por qué comer demasiadas, por qué ninguna de nosotras logró saciar su sed de sangre, ni por qué nunca logramos tener algún acuerdo. Entendí que en ese nivel y más arriba todo pretende ser igual: ellos devorándonos a nosotras.
Corrí con suerte, los estudios nunca me dieron una pista de cómo se vería realmente el punto, entonces simplemente salté a donde los cálculos me indicaban. Si no era ése el lugar, moriría de todas formas si no me arriesgaba. Todo fue tan confuso, todo a mí alrededor se deformó y sentí un dolor insoportable en mis extremidades. Temí por mis huevecillos que yacían dentro de mi vientre y entonces…
—¡Y entonces estamos aquí! —Den habló sin darse cuenta. La historia era tan entretenida para él, que los ojos le brillaban al expresarse. Lil miró esos ojos suspicaces que le recordaban la esperanza con la que había dejado a su tribu. Entre sus huevecillos reconoció a un macho al que llamó Den. El primero al que se le permitió nacer.
—Sí. Te cuento todo esto para que sepas que debes ser la diferencia. Te estamos educando para respetarnos y para que sepas que no tienes derecho sobre nosotras. Tú y yo somos iguales. —Den agachó la cabeza para reflexionar sobre todo lo que su madre le había contado. Por su parte, Lil aún recordaba cómo su segunda madre había recibido todo ese dolor por ambas. No sabían exactamente cómo había sucedido, pero cuando las mantyas se separaban de los machos, mandaban a una de ellas cada temporada para aparearse. De alguna manera se las ingeniaban para resguardar un poco de esperma del macho, el cual expulsaban en el vientre de la más joven de las manyis. Cada fecundación era un ritual sagrado en el que la joven tenía la elección de reproducirse o no, y en dado caso de aceptar, en el vientre se marcaban las mismas heridas que su segunda madre habría sufrido. No para ser mártires, sino como una marca que no diera lugar al olvido de un gran sacrificio: Dolor a cambio de perdurar como especie.
Al llegar a este nuevo mundo, Lil halló la manera de poder traer a las sobrevivientes de su tribu. Acordaron fecundarse las más jóvenes, y de haber algún macho entre las nuevas generaciones, les permitirían nacer para poder terminar con un ciclo antiguo y comenzar otro que les permitiera una convivencia diferente. Miró sus cicatrices en el vientre, sin olvidar el dolor, pero a su vez con el orgullo que una vez significaron, y sonrió al saber que nadie más tendría por qué llevarlas otra vez. Alzó la mirada, a lo lejos Den jugaba con sus hermanas. Reían, se correteaban, disfrutaban de la libertad, y si uno se caía, el otro lo ayudaba a levantarse. El nuevo mundo al fin se había construido y con él, se cimentaron nuevas esperanzas e ilusiones. ¬

Anezly Ramírez (México). Aparece en la antología 175 relatos de escritoras latinoamericanas, de la editorial colombiana Elipsis y en diversas revistas digitales. Es miembro del Gran Movimiento Latinoamericano de Terror, así como de la generación 2022 del CTE.

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Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

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