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Prisma atemporal

Linda Acosta Rodríguez

Abrí los ojos antes de que sonara el despertador. Puse el pie derecho fuera de la cama, buscando tierra, de camino al café. Desde muy joven me había hecho a la idea de que necesitaba esa bebida parda para poder sentir los dedos en el suelo. No uso pantuflas, estar descalza pasó en cuestión de meses de ser asqueroso a ser una fuente de múltiples beneficios, según había leído en alguna revista de podología: mejorar el equilibrio, liberar emociones, eliminar tensión muscular… ¡¿Qué sé yo?! El chiste es cambiar, reinventarse, aceptar el cambio. Así me quité de las chinelas.
El aroma inundaba la cocina, con el primer sorbo comencé a dejar el mundo de los sueños y a sentirme en la realidad. Esa primera transformación diaria que me dice que existo. Segundo sorbo y untar mantequilla en el pan, ver las minúsculas migas tostadas mezclándose en el cuchillo, embarradas, evitando la pureza.
El crunchy de la primera mordida, una prueba más de la existencia. Trigo que fue harina y ahora empieza a ser deglutido. ¡Menuda metamorfosis!
¿Quién lo diría? Pasé de trabajar en una oficina de la urbe a estar en medio de una zona rural. De tener cuidado en mi peinado y maquillaje, con zapatos cómodos y elegantes, a usar zapatos de trekking en medio de una reserva natural. Deje de atender colaboradores, accionistas y clientes para ir a hornear pasteles para los turistas. Del metro de Madrid a la campiña inglesa; estoy donde alguna vez un hombre llamado William escribió «El Sueño de una Noche de Verano» hablándonos de duendes y hadas entre humanos.
En mi biografía se puede contar que nunca en mi vida universitaria aspiré a dejar la Ciudad de México. Me imaginaba viajando, eso sí. Aquel monstruo urbano me había dado todo. Cuando aún tenía esperanzas de cambiar el mundo externo, era sólo una aprendiz de sociología. Hoy sigo siendo aprendiz de la vida misma. Una vividora, eso es lo que hay dentro de mí, alguien que ama vivir y que no teme dejar atrás todo. Llevo más de diez mudanzas, menos de veinte, dejando, soltando, regalando… Me llevo sólo lo puesto, porque todo es pasajero. Nada me representa, soy mi propia construcción. Y, a veces, mi reconstrucción.
No soy mochilera, no me gusta viajar rápido, disfruto la profundidad. La intensidad de sumergirme, de adentrarme hasta entender modismos lingüísticos, historia en minúsculas, recetas culinarias y hasta baile tradicional. Gozar y llorar, no sólo reír. Debe ser porque nací en el trópico del que diría el poeta Carlos Pellicer, mi paisano: “Déjame un solo instante cambiar de clima el corazón”. ¿Qué es un instante si a veces dura una eternidad? Caer profundamente a través de un beso, y levantarse. Un abismo, una espiral. Lo único real es el amor, ¿Qué es la otra persona, sino el corazón propio y de ahí a los otros corazones, danzando un vals o un chachachá; un baile cósmico con melodías diversas? Un sinfín de estrellas en la oscuridad nos recuerdan que, más allá de esta (multi)dimensión, el alma perdura. Soy libre, ja.
Suena el despertador; me incorporo de la cama con ayuda de mi esposo. Debe acercarme la silla de ruedas. Todavía en camisón observo desde la ventana, se acerca la mujer que viene todos los lunes, y viernes coordinando la terapia. Fátima, su nombre. Suena el timbre, debe subir por el ascensor. Para mí es un día de visita, la consiento. Preparo té con menta como lo acostumbra la familia de Fátima, los tres o cuatro minutos exactos en lo que ella entra por la puerta. Mis pies no tienen fuerza suficiente, el accidente ocurrió hace tan sólo un año y tres meses.
Suena el despertador; escucho a mi madre preparar el desayuno. Huele a cacao y a tamalitos de frijol. Debo vestirme rápido. Soy la primera en mi familia que va a la universidad. Tengo unos zapatos deportivos blancos que uso diario. Unos jeans y una camiseta negra. No uso maquillaje, sólo pongo algo de brillo en mis labios, antes de ponerme el tapaboca. Mi bata blanca huele a suavizante natural: bicarbonato de sodio, vinagre de manzana y aceite esencial de limón. Debo tomar el autobús a las 7:15 y entrar a clase a las 8:00. Me gusta un compañero, su nombre es Ernesto, su padre le puso así por el “Che”; también estudia medicina. Sonreímos al vernos, todavía no hemos hablado.
Suena el despertador. Yo estoy despierta desde hace dos horas. Olvide apagarlo. Son las 7:00 de la mañana. No he podido dormir, llevo varias noches sin poder conciliar el sueño. Se oyen zapatos de tacón por el techo, a todas horas. Una infusión de valeriana me acompaña tres veces al día, un ansiolítico natural. Trabajo como redactora de contenidos para una compañía de tecnología y equipos electrónicos; el sueldo es bastante bueno. Desde que me divorcié puedo vanagloriarme de mantener mi estilo de vida: chic. Tengo unas pantuflas finas, con el logotipo de la casa de Gabrielle. Vivo en Paris, desde mi ventana se ve la torre Eiffel, es por lo que sigo aquí.
Los gallos cantan, mi padre corta leña. Salgo de la cama para colocarme los zuecos e ir a ordeñar la vaca. Bebemos leche caliente y fresca después de la ordeña. Hoy hace frío, tendremos un invierno duro. Tengo siete años, recuerdo el invierno anterior con viento helado. Mi hermano es el único que va a la escuela; me dice que debe caminar cinco kilómetros para aprender a leer y escribir. No sé cuántos son cinco kilómetros, sólo sé que mi hermano dibuja letras. No voy a la escuela porque debo ordeñar la vaca, barrer y sacudir las camas. Ayudo a mi madre que cuida de mi hermanita pequeña. En sociología aprendí que la realidad es una construcción social. En física cuántica, que la existencia la da el observador, quien por el hecho de observar la transforma. Tercer sorbo. Abro los ojos… ¬

Este cuento se publicó originalmente en Espejo Humeante Fanzine #8.5

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Publicado por Revista Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción

Un comentario en “Prisma atemporal

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